Mirarse
dentro y comprender que el cuerpo es la apariencia exterior del alma. Ver
espíritus alrededor. Pensar que la Imaginación del pasado más remoto la
heredamos nada más nacer. Percibir que en el Cielo seguirá viva nuestra
energía. Escribir al dictado de unas voces. Son sólo algunas ideas que subyacen
en toda la vida y obra de William Blake (1757-1827), en su tiempo un hombre
tildado de loco, pero hoy, unánimemente, como dice Justino Balboa en “William
Blake. Un extraño en el paraíso” (Ártica, 2011), visto como un artista que
“rompió todos los cánones y convencionalismos de su época”. En todos los
ámbitos, además: el político, el artístico, el social, el sexual, el religioso,
el feminista… Algo que subraya el escritor inglés Patrick Harpur en el monumental
volumen “Libros proféticos I” (Atalanta), recién publicado: “Blake combatió
contra los pedagogos y la superchería clerical, la opresión y la hipocresía,
las tendencias racionalistas y el materialismo. El alma, afirmó, sólo es
rebelde y violenta cuando se la obstruye; libre, es apacible y cariñosa”.
Ese es
el elemento primordial que caracteriza el talante de Blake: la busca de
libertad, como apunta el traductor de este libro, Bernardo Santano. En su caso,
para no ir a la escuela y dedicarse al dibujo; para recitar a Milton con su
esposa, desnudos en el jardín de casa; para poder afirmar que hablaba a diario
con su querido hermano, muerto a los veinte años. Una libertad que le hizo ser
un individuo que jamás podría encajar en la sociedad inglesa de la segunda
mitad de siglo XVIII, hasta convertirse en un marginado y padecer problemas
económicos, hasta ser él mismo el editor de sus libros, que apenas se vendieron
(sólo llevó a la imprenta en 1783 su primer poemario, «Esbozos poéticos»). Así,
frente al cansancio de la fe cristiana que advierte la Ilustración, Blake
postula que cada hombre es Dios sobre la Tierra y que, por lo tanto, puede
experimentar contactos invisibles y vislumbrar paisajes mentales que tomarán
luego forma lírica. Incluso de modo automático, escribiendo «doce o algunas
veces veinte o treinta versos sin premeditación y hasta contra mi voluntad»,
como afirmó en una ocasión.
De
resultas de esa vivencia poético-espiritual continua, de un don que le hacía
descubrir ángeles alrededor, Blake compuso largas tiradas de poemas que
acompañó de coloridos y fantásticos dibujos. Ahora el lector podrá conocer,
mediante este enorme volumen, de auténtico lujo, una docena de libros llamados
“proféticos” que construyen toda una mitología personal, inspirada en la Biblia
y las leyendas nórdicas, como “Tiriel” (un ataque contra la educación de su
país), “El matrimonio de Cielo e Infierno” (mezcla de textos en prosa y verso),
“La Revolución francesa”, que tanto le decepcionó por su derramamiento de
sangre, “Visiones de las hijas de Albion” (una parodia de Dios), “Europa:
Profecía” (una condena de la guerra), o “El libro de Los”, personaje que
encarna la profecía y la imaginación. Sin embargo, hemos de entender lo
“profético”, según Harpur y Santano, no como anticipos del futuro sino como
aquello que es revelado al hombre, que anima a la creación poética.
No en
vano, Borges, en el prólogo a su libro «El oro de los tigres», dijo: «Para un
verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya
que profundamente lo es. (…) Browning y Blake se acercaron más que otro
alguno». Patrick Harpur, por cierto, autor de un “diario alquímico” que
parafrasea un título de Blake, “Mercurius. The Marriage of Heaven and
Earth”, lo define como alguien único en toda la literatura y el arte ingleses.
Su “combinación de poesía, grabado, escritura, diseño y acuarela” ha llegado
hasta la actualidad como una obra inclasificable, deslumbrante, y será el
lector quien podrá corroborar o negar, para captar mejor el imaginario de
Blake, lo que en su día apuntó el traductor Jordi Doce en la antología de
canciones, epigramas y poemas breves publicados o hallados en manuscritos “Los
bosques de la noche” (2001): «Vivimos en un clima intelectual que rechaza el
mito como explicación del universo».
Publicado en La Razón, 15-XII-2013