Tres
fueron tres las esposas de Hesse. El chascarrillo popular manipulado para la
ocasión sirve para glosar la tormentosa relación que el escritor germano-suizo
mantuvo con tres mujeres que se dieron con una entrega sin límites, pero que
recibieron poca cosa a cambio: abandono, humillación, rechazo. Aquí el tópico
de que a veces es mejor no conocer en persona al artista que admiras se
ejemplifica con un trío de admiradoras que soportaron una gran soledad con tal
de estar con el famoso escritor. La primera acabó en un psiquiátrico, a la
segunda Hesse hizo que no apareciera citada en la biografía que de él hizo su
amigo Hugo Ball, y la tercera al menos se llevó lo que ansiaba pese a que Hesse
se casó con ella a regañadientes: acompañar al premio Nobel 1946, codearse con
el mundillo literario y cuidar de su legado literario póstumo.
La narradora y biógrafa alemana Bärbel Reetz ha documentado la vida de Hesse y esas tres esposas gracias al caudal de cartas que provocaba una circunstancia muy singular: Hesse viajaba continuamente y se comunicaba de esta manera; Hesse solía contar sus problemas domésticos a sus amigos o psicoanalistas mediante misivas de contenido muy íntimo; Hesse hacía que se comunicaran por escrito con él incluso viviendo bajo el mismo techo. Al escritor nada ni nadie podía importunarle. El libro es un sinfín de situaciones en las que Hesse destaca por sus “malos humores y arranques”, sus quejas –hasta por ser alguien conocido–, su preocupación por su obra –más que por la meningitis de uno de sus hijos, por ejemplo– y sus “malos modos” y “cambios de humor” que lo convertirían a buen seguro en alguien insoportable de puertas adentro; lo cual contrasta con su afán de sociabilidad entre colegas escritores y pintores.
Y es
que había dos Hesse, como Mia, Ruth y Ninon vieron pronto. Cegadas por
idolatrar al autor de novelas de tan acusado tono autobiográfico como «Hermann
Lauscher» (1901), «Peter Camenzind» (1904) y «Bajo las ruedas» (1905), cuyos
éxitos le facilitarían obtener prestigio y vivir de sus libros desde joven, acosaron
al autor hasta que éste, siempre inseguro e inútil para la vida práctica,
aceptó una vida como marido y padre de la que siempre se arrepentiría. Mia, una
pionera de la fotografía en Suiza y pianista exquisita, se casó con Hesse en
1904 y se divorciaría al cabo de once años. Ella se haría cargo de todo –las
casas y las mudanzas y los hijos– mientras él se iba a descansar a algún
balneario o realizaba un viaje de placer. Las depresiones y los dolores de
cabeza son constantes en Hesse, un suicida en potencia desde la adolescencia, y
en todo ve una crisis, una insatisfacción, porque él mismo ha traicionado su
propio instinto de ermitaño y solitario y se ha complicado la existencia; así,
“cada vez le agobia más la duda de si es posible combinar las ataduras
burguesas con la creación artística”.
El
fracaso matrimonial es inevitable para un hombre que va abandonado la pulsión
sensual pero a la vez parece necesitar la presencia de la figura femenina –uno
de sus traumas es que sintió que su madre amaba más a Dios que a él mismo– para
tener una excusa con la que alimentar su mortificación. Al final, la propia Mia
sufrirá un fuerte desequilibrio después de psicoanalizarse con Hesse –éste
depende de modo enfermizo de sus terapeutas y de los somníferos que le recetan–
y al final verá cómo su ya ex marido la denigra y desprecia y hasta quiere
quitarle los niños. Claro está, el egoísmo superlativo del autor de “El lobo
estepario” (permite que sus hijos estén en un hogar infantil en vez de ocuparse
de ellos), que como dice uno de sus amigos en el libro era un chiquillo
consentido, se repetiría con su segunda y tercera mujer.
Ruth,
gran lectora de Hesse y aspirante a escritora, veinte años más joven, pintora y
pianista, apenas le servirá como una distracción pasajera. Ella soportará sus
susceptibilidades y enfados por insignificancias, y hasta tendrá que pedirle
permiso por escrito para tomar juntos el desayuno la mañana tras su boda. Hesse
acabará ninguneándola, y otra vez acabará en las redes de otra ferviente
admiradora: Ninon, que tampoco entenderá que “los problemas físicos y psíquicos
son los que dan impulso a su creatividad, que su sufrimiento engendra su
literatura”. De modo que podría decirse que la vida junto a esas tres
sacrificadas mujeres constituyeron una fuente de inspiración. Tormentosa, pero
al fin y al cabo, una fuente de inspiración.
Publicado
en La Razón, 28-XI-2013