La periodista e historiadora británica Frances Stonor
Saunders (1966), a la que conocimos el año pasado por una impresionante
investigación sobre el mundo de la CIA, se ha fijado en uno de esos personajes
que podrían haber cambiado los acontecimientos históricos pero que al final fueron
pasto del olvido. El libro, publicado hace sólo tres años y ahora en edición de
Capitán Swing Libros, “La mujer que disparó a Mussolini”, es la biografía de
Violet Gibson, que el 7 de abril de 1926, en plena Plaza del Campidoglio de
Roma, se acercó hasta Benito Mussolini, que estaba dando un discurso, y le
disparó a quemarropa. Fue la oportunidad de haber detenido la escalada
fascista, pero “il Duce” sobrevivió a la herida, y Gibson encarcelada,
diagnosticada como una persona con problemas mentales y confinada a un asilo
mental inglés, donde le encontraría una muerte solitaria en 1956.
Tal como refiere la autora, Violet Gibson, natural de Irlanda y nacida en
una familia aristocrática que solía veranear en Suiza, apenas aparece en los
manuales de historia al uso, como si ese destino de hospital psiquiátrico
hubiera deslegitimado una acción que también tenía una raíz sociopolítica y
que, además, tuvo mucho eco en la propaganda y política trasalpina, así como en
las relaciones diplomáticas entre Gran Bretaña e Italia. No en vano: “Violet
Gibson hizo historia. Fue la única mujer que intentó eliminar al dictador
italiano, y de los muchos aspirantes a asesinos, la única que le hirió”. Pero
eran otros tiempos, aquellos en los que «la opinión mundial se unió para
denunciar a Gibson y apoyar a “il Duce” en su audaz empresa». De tal modo que
el incidente incluso beneficiaría a Mussolini, paradigma de la masculinidad y
lo heroico para millones de compatriotas.
La prosa de Saunders, que ha hecho un extraordinario trabajo de búsqueda de
documentos epistolares de la familia Gibson, de los periódicos de la época, de
los apuntes guardados en los hospitales que la trataron, etc., para reconstruir
cómo fueron sus pasos, narra así aquella mañana: “En la mano derecha, metido en
un bolsillo, lleva un revólver Lebel, el arma estándar del ejército francés,
capaz de disparar seis balas de 8 mm cargadas en una recámara basculante. La ha
envuelto en un velo negro”. Gibson, una muy abnegada católica, a su llegada a
Italia se había instalado en un convento, “donde había estado practicando con
el revólver descargado, sujetándolo con las dos manos hacia un objetivo fijo”.
Y sin embargo, el disparo no le saldrá bien. “En el bolsillo izquierdo del
vestido de solterona lleva una piedra grande, escondida en un guante negro de
cuero, con la que romperá el parabrisas del coche de Mussolini por si tuviera
que dispararle en el vehículo. Estos son los instrumentos de su santo gesto”. Con
el arma solamente malogrará la cara de Mussolini, que en seguida querrá calmar
a las masas; “No es nada, que todo el mundo permanezca tranquilo”, dirá frente
al pánico y el caos que se adueñaría del ambiente, haciendo honor así a una de
sus frases favoritas: “Me gusta vivir peligrosamente”.
Tiempo atrás, a inicios de siglo, Gibson, mientras se hace seguidora de la
llamada Ciencia Cristiana y del movimiento religioso-filosófico-esotérico de la
teosofía, para al final entregarse de forma extrema al catolicismo, Mussolini
es un joven sin oficio ni beneficio huido a Suiza para evitar hacer el servicio
militar y donde es arrestado por “vagancia”, en 1903. El libro, pues, sigue en
paralelo ambos caminos, e incluso se podría extraer un rasgo común que les
caracterizaría al ser diagnosticados como “histéricos”; a Gibson un médico le
dirá que padece “influenza”, “una designación común para cualquier cosa que se
presentara como un agotamiento nervioso”; y sobre Mussolini también habría
estudios psiquiátricos a partir de sus “contorsiones faciales” al discursear en
lo que se dará en llamar “histeria controlada” (el volumen aporta fotografías
que dan buena cuenta de ello).
Curiosamente, los conocidos de Gibson cuando lleguen esos días de 1924,
dirán que la intención de ella era matar al Papa, pero no al “Signor
Mussolini”. Pero es que además antes se había intentado suicidar. Cuando al fin
se postre delante del ser que más odia y le falle el arma, todos dirán que ha
sido una “milagrosa salvación”. Hasta la víctima quitará importancia, y
reconocerá que le aburre la anécdota que llenará los periódicos y colocará al
gobierno italiano en una difícil situación: que hacer con esa demente que ahora
también es una cuestión de estado para Londres. Una demente que iba a entrar de
inmediato en la historia del olvido, enclaustrada en hospitales como el St.
Andrew, que compartiría con Lucia Joyce, la hija, enferma de esquizofrenia, del
escritor irlandés, que sería enterrada a su lado.
Publicado en La Razón,
20-I-2014