Encerrado desde niño en la biblioteca paterna; huyendo del noble ambiente familiar mediante visitas, harto decepcionantes, desde su natal Recanati a otras ciudades italianas; buscando en vano una mujer que le correspondiera o un empleo «normal» que desarrollar; participando, torpemente, en la vida social de su entorno... De tantas formas Giacomo Leopardi (1798-1837) quiso evadirse de sus circunstancias, sin conseguirlo, para acabar consagrándose a las letras de tal modo que su dedicación feroz le costó una ceguera, una malformación en la espalda, una vida solitaria de perfecto inadaptado.
Se dice que en Leopardi confluyen los extremos del hombre de su tiempo:
es antiguo y moderno a la vez, obedece a la inspiración romántica pero luego es
un escritor pausado, reflexivo, atendiendo a su doble condición de poeta y
pensador. En todo ello no hay contradicción alguna: Leopardi se muestra
consecuente con su agudo pesimismo, fiel a sus tópicos literarios más
constantes: el «ubi sunt», la fugacidad temporal, el desamor. Ungaretti le
llamó «cristiano estoico»; Italo Calvino, «hedonista infeliz» y «poeta del
dolor de vivir»; Josep Pla, «ejemplo de estudioso y de trabajador literalmente
fabuloso». Y es que Leopardi personifica tanto el tedio como el tesón, el amor
por la vitalidad de antaño y la resignada pasividad del presente: «Todo lo he
perdido: soy un tronco que siente y pena», afirma en la «Carta a sus amigos de
Toscana», fechada en 1830, que abren los «Cantos» (1831 y 1837); «mi
inclinación no ha sido nunca la de odiar a los hombres, sino la de amarlos»,
dice en los póstumos «Pensamientos» (1845), una colección de reflexiones
sociológicas.
Pietro Citati, en un libro que se pone a la venta la semana que viene,
ahonda en el sentir y el pensar del poeta que mejor ha cantado la luna, por
medio de un libro que abarca su vida y obra enteras, que se sumerge con la
finura y emotividad de un Stefan Zweig en el autor de “Zibaldone”, una suerte
de diario escrito a rachas entre 1817 y 1832. El sublime ensayista del “Kafka”
(Acantilado) que conocimos hace dos años, encara la trayectoria de su
compatriota con similar ahínco. Nos era necesaria esta biografía de un poeta
muy traducido al español pero cuya personalidad se nos esbozaba de forma
demasiado breve. Ahora tenemos por completo a Leopardi en “una inmensa cárcel”:
el palacio donde leyó en una biblioteca que para su padre “era el lugar
sagrado”, escribió cartas a sus autores predilectos, forjó un carácter sumiso y
enfermó de gravedad, en cuerpo (tuberculosis ósea y dos jorobas) y espíritu
(depresiones nerviosas). Y para colmo, impotencia.
«Toda su existencia no era nada más que infelicidad e
infortunio. (…) La infelicidad no dejaba de crecer, sin pausas, como con ansia.
No hay infelicidad humana, escribe en el “Zibaldone”, que no pueda ir a más»,
explica Citati en el capítulo “La mente de Leopardi”. Pero lo peor de todo era
el “hastío”, que es “mucho más grave que el dolor, que la desesperación y que
cualquier forma de vida trágica; oprime, extenúa, aferra, lacera, espanta,
extingue, mata, anonada”. Con todo, el poeta saca aliento para transformar en
belleza poética aquello que le inunda de melancolía, y el ensimismamiento
deviene perseverancia y entrega: Leopardi, “tímido”, “titubeante, siempre
dispuestoa a posponerlo todo”, escribe sin embargo miles de páginas. Detesta el
trato social, hasta el punto de preferir comer solo. “A pesar de su talento
filosófico y de su inmensa inteligencia, siempre estuvo sumergido en ese
beatífico líquido que es la infancia”.
Esa mirada aniñada, en perpetuo asombro frente a lo contradictorio,
refleja un talante escéptico que aspira a la verdad siempre desde la duda. De
ahí que, según Citati, “la convicción más profunda de su vida” fuera “la
importancia esencial de las ilusiones y de la irrealidad”. Tanto es así, que
veremos por qué planea fugarse de casa, cómo su imaginación pone distancia
entre su entorno y él haciendo de la cosmología lunar todo un tema literario.
“En Leopardi, la naturaleza es humana o está humanizada”, pues “en la fantasía
de los niños todo el universo está humanizado”, el viento, el sol, las
estrellas, los animales. El poeta crece amparado en sus observaciones, creyendo
que la naturaleza hará posible lo imposible, embelleciendo sus divagaciones
sobre la desdicha en el “Zibaldone”.
En esa busca de consuelos se consagrará el autor de “El infinito”
(1819), sabiéndose ya un “poeta moderno, es decir, sentimental y melancólico”;
con menos de treinta años escribe sus “Obras morales”, por fin viaja por
Italia. Siempre enfermo de mil cosas, pero siempre en un esfuerzo inaudito por
escribir, por concentrar la contemplación de mirar hacia el cielo y mirarse por
dentro en unos versos, en un párrafo, hasta que la muerte le ronda y él, que no
pudo disfrutar del amor correspondido, anhela, ya demasiado tarde, una
“juventud ininterrumpida”.
Publicado en La Razón, 6-II-2014