De Rudyard Kipling se dijo que no fue un hombre de
su época, que añoraba en demasía los tiempos victorianos, que era un
reaccionario. Pero lo cierto es que fue uno de esos escritores que viven con
intensidad la evolución de su país –se distinguió por ser el poeta que representaba
la grandeza del Imperio británico– en paralelo a su propia trayectoria, tan
singular: nacimiento en Bombay, infancia en Londres y vuelta a la India, donde
trabajaría como redactor de una revista. Hasta que llegara el adiós definitivo,
mediante este “viaje iniciático”, como lo define José Manuel Benítez Ariza en
el prólogo a “América”, reunión de sus crónicas para dos periódicos sobre su
viaje a los Estados Unidos.
Desengañado de su profesión y de la política
anglo-india, para Kipling, la llegada a California en mayo de 1889, tras veinte
días de travesía, es un soplo de aire fresco que acabará transformándose en
admiración por unas gentes que considerará tan salvajes como patrióticas. El
joven periodista, ya en San Francisco, “ciudad desquiciada” de “mujeres de
notable belleza”, se nutre de las mil y una historias asombrosas que escucha de
la tierra que ya conocía, gracias a la poesía de Bret Harte, y en la que lo
espiritual brilla por su ausencia: “Lo primero que me han enseñado es que el
dinero lo es todo en América”. Además, comprueba cómo los políticos se
interesan por la gente en cuanto la mayoría de edad les permite votar, y
describe el ya por entonces bipartidismo entre republicanos y demócratas.
Entre sorprendentes devaneos racistas –los camareros
negros son, dice, tontos, patosos, faltos de luces y chapuceros–, experiencias
terribles como la visión de un asesinato en el barrio chino, y otras
entusiastas, como la pesca de salmones en Clackamas, Kipling viaja en tren a la
“pobre” Portland, las incendiadas Seattle y Vancouver, el Parque Nacional de
Yellowstone, hasta llegar a Chicago, con edificios altísimos repletos de
personas: “El espectáculo me causó gran horror”. Nada de lo cual le impide
tener afecto a seres que “son brutos en extremo (…) vulgares (…) arrogantes,
anárquicos y tan informales como arrogantes”. Con todo, vaticina la inminente
relevancia del país, aun previendo que la población tendrá problemas para
abastecerse de productos manufacturados.
Y para acabar, la guinda más sabrosa: una entrevista
con Mark Twain, durante más de dos horas, con Kipling extasiado frente a su
ídolo, del que transcribe pensamientos sobre Tom Sawyer, los derechos de autor
o el dilema de escribir su autobiografía, más su falta de hábito para leer
novelas, que justificarían el libro entero.
Publicado en La Razón,
20-II-2014