Muchas veces, el marketing
publicitario en torno a una novedad literaria es inversamente proporcional a su
calidad. Muy en especial cuando la hipérbole ensalzadora que rodea a la obra en
cuestión viene avalada por referencias estadounidenses cifradas en cientos de
miles de ejemplares vendidos y parabienes por parte de la crítica
especializada. Es el caso de “El jilguero” (traducción de Aurora Echevarría),
novela de Donna Tartt de dimensiones colosales por su extensión, protagonizada
por un joven que nos cuenta una vida que va desde los trece años hasta los
veintitrés, pero que se queda en una novela juvenil, tan pretenciosa como
superficial y anodina, que sólo tiene de dickensiana, pese a los intentos
publicitarios de emparentarla con el astro inglés, el hecho de seguirle los
pasos a un desgraciado huérfano, hijo de madre ejemplar y padre malísimo.
Tartt ha partido de una
premisa atractiva, esto es, el hecho de que una madre y su hijo visitan el
Museo Metropolitano y les sorprende una bomba, para hilvanar una historia de
soledad tramposa, pues de continuo el muchacho Theo Decker tiene con quien
estar, tras ese aciago momento en el que muere su madre, siempre llevando
consigo el cuadro “El jilguero”, del pintor del siglo XVII Carol Fabritius,
sobre cuya muerte prematura en una fábrica de pólvora nos brindó brillantes
páginas Ramón Andrés en el reciente “El luthier de Delft”. Esa pequeña pintura,
tan grata para la madre del chico –una ex modelo de folletos publicitarios que
habla en el museo a su hijo como si fuera una culta guía, en uno de los pasajes
más artificiales de la obra–, será el leitmotiv de una andadura que vitalmente
es una montaña rusa: Theo es adoptado por una acomodada familia neoyorquina
hasta que su padre, desaparecido mucho tiempo atrás, con el cliché de hombre
borracho y arisco, reaparece para llevárselo junto a su ordinaria novia a Las
Vegas.
En medio de todo ello, la
autora no levanta el vuelo de un relato lleno de diálogos de escaso interés,
que se limita a recrear las relaciones de amistad del protagonista con otros
jóvenes a lo largo de cientos y cientos de páginas sin garra narrativa ni un
serio ahondamiento en el drama de crecer sin rumbo. Ese es el mayor reproche al
libro, su psicología pedestre, a lo que se añadiría un final en exceso
filosófico y grandilocuente que insinúa lo que apunta la página 453, cuando se
dice que la explosión de Delft rebota en el presente, como si las fatalidades
estuvieran conectadas y el capricho por enamorarnos de un cuadro fuera la señal
de una moneda que representara tanto el infortunio como la esperanza.
Publicado en La Razón, 13-III-2014