Son pocas, pero hay muertes que no
tienen la menor importancia. Por supuesto, la tiene, toda, para las personas
del entorno del fallecido, y la tristeza de la desaparición de un ser querido
apenas puede tener el consuelo de que, en este caso, la edad era muy avanzada.
Pero más allá de eso, una muerte como la de García Márquez no puede acontecer, no sirve para nada, no lo entierra, no lo lleva al olvido, no le aleja
de los afectos. Cómo podría suceder tal cosa si, muy al contrario, en los
últimos tres días ha estado más vivo que nunca, más presente que nunca. Dirijo
la mirada al estante, y allí están: algunas de sus obras. Una de las pocas
inmortales que habrá en la literatura moderna. Tal vez la más viva de los
últimos tiempos.
Digo todo esto a propósito de los dos
largos artículos que le he dedicado en La
Razón al autor colombiano, poco después precisamente de que en mi libro La resistencia del ideal. Ensayos literarios 1993-2013 le dedicara un extenso
ensayo. El primero, ayer sábado, titulado «Gabo contado por Gabo», en el que, a partir de sus memorias Vivir
para contarla, hacía un repaso de su trayectoria artística y vital,
levantando puentes entre una y otra a partir de las propias consideraciones del
escritor. El segundo, hoy domingo, es «El amor en los tiempos de Márquez», en el que
hablo de las tres mujeres más importantes de su vida: un amor de adolescencia, una
novia española que tuvo mientras vivió en París, y su esposa, que
ahora ya llora, a solas, al que llevó como nadie la soledad a las letras.