He aquí un joven que pretende
participar en la Primera Guerra Mundial, que tiene ansia de aventura, de
alejarse de su confortable hogar de Gloucestershire, de su colegio de Hampshire
y Oxfordshire, de caminar hasta la China; y que luego, siendo oficial, se
refugia en la soledad para leer poesía francesa y seguir una particular dieta
alejado de los demás. Ese joven, Gerald Brenan, al que le asignan el 48º
batallón ciclista del Ejército Británico y acabará siendo condecorado por su
gran coraje guerrero, como explica en la introducción de este libro su editor y
traductor Carlos Pranger, buscará en la guerra una huida a lo Rimbaud, y a su
vez se evadirá del recuerdo de las trincheras en 1919, cuando alquile una casa
en la Alpujarra rodeado de libros,
siendo fiel a su propia estela enamoradiza e idealista, como tan bien
reflejó Fernando Colomo en la simpática película de 2003 “Al sur de Granada”.
Por supuesto, y este 2014 más
que nunca debido a la celebración del centenario de la Gran Guerra, tenemos una
bibliografía ingente al respecto y en la que destacan los testimonios de los
escritores que estuvieron en ella. Los ha habido de todo tipo, pero un rasgo es
común a todos: la curiosidad, la ilusión de que un conflicto de esas
proporciones iba a ser un espectáculo digno de verse. Es lo que reconoce haber
pensado el francés Gabriel Chevallier, que en el extraordinario libro de 1930
“El miedo” (Acantilado, 2009) desmitificaba el patriotismo y la valentía de los
muchachos que, en realidad, iban allá a perder la vida de forma sangrienta. Era
el miedo lo que imperaba sobre todo al ver mutilaciones u oír el silbido de los
obuses que caían y estallaban. Esa misma
curiosidad, y
también alejarse del seno familiar, llevó a Ernst Jünger, en su caso de forma temeraria, pues amó
todo lo que fuera peligro sin inmutarse, a escribir su «Diario de guerra (1914-1918)» (Tusquets, 2013), espejo de las
atrocidades que presenció. El resultado de la contienda: diez millones de soldados y
civiles muertos; una media de
edad de los caídos de diecinueve años y medio. El escritor alemán apuntaba: “Escribo esto en un hoyo”,
mientras a su alrededor silbaban los proyectiles y los compañeros morían. Windham Lewis, en «Estallidos y bombardeos» (Impedimenta, 2008), en cambio, se centraba en lo que significó aquella «Gran
Sangría», que generaría «una sociedad sin arte».
Lewis habló en su libro del pintor Lytton Strachey, habitual en el círculo de Bloomsbury que frecuentaba el propio Brenan. ¿Y éste cómo entendería la guerra: con miedo, con frenesí militar, preocupación socioartística? Lo descubriremos mediante los dos textos en los que se compone el libro, “Diarios de la Gran Guerra” –cuya primera versión manuscrita es de 1923, y es un documento híbrido con cartas de la época–, y “Relato de un superviviente”, el cual procede de su volumen “Promise of Greatness” (1964). “El gran error es pensar demasiado en el mañana”, dice al comienzo a un amigo, aún con la idea de irse a Oriente; un lema perfecto para afrontar el trabajo duro de cavar trincheras y caminos de comunicación y esperar acontecimientos. “¿Es este el final? Me pone enfermo, enfermo el pensar que me puedan pegar un tiro y nunca vea Arabia”. Brenan, “el joven aprendiz de poeta (…) inmaduro, rebelde”, como dice Pranger, vive una época de tedio mayúsculo, dedicado a consumir todo tipo de drogas, a leer a su alma gemela Rimbaud, a Laforgue y a Baudelaire, en la tierra que divide Francia y Bélgica, donde logrará hitos bélicos que le serán reconocidos aunque él se sienta avergonzado por ello.
Un
artista no puede ser un héroe. Ningún poeta vagabundo lo es. “Deseo ver –siempre–
a ciegas en el caos. Es el paraíso de la oscuridad”, dice, obviando lo que
tiene alrededor para sufrir en su introspección continua. La melancolía tiñe
sus páginas al morir su íntimo amigo Taylor, y la sangre le salpica enfrente
cuando un obús estalla de súbito en un pueblo en el que estaba cerca de un
grupo de niños. “Lo único que me ocupa es el ansia infinita de que acabe la guerra.
Todos esos jóvenes muriendo”… Cavar y oír estallidos, rutina de una “ridícula
guerra” en la que no encuentra heroicidad en nada. Brenan cruza los campos y se
pregunta cuándo, en medio de lo idílico, ocurrirá la masacre. Ya es un joven
veterano, un evocador de lejanos recuerdos en los que se ve con diecisiete años,
dejándose llevar por la creencia de “que lo único que se necesitaba para
conseguir la felicidad completa era un mendrugo de pan y libertad absoluta”.
Una idea que, tras el espantoso paréntesis bélico, querría retomar más tarde en
el sur español.
Publicado en La Razón, 24-IV-2014