Hay
una literatura secreta, si se la puede llamar así, en los escritores cuya obra
–la otra, la pública, la que vio la luz de modo intencionado– ha pervivido
hasta nuestros días. De ello se ha levantado todo un género editorial que
explota los papeles póstumos de los más insignes poetas y narradores. Hasta tal
punto que la tendencia también se ha actualizado, se ha apartado de vez en
cuando de esa mezcla de filología y cotilleo que implica buscar y transcribir
cartas –muy distinto sería el caso de autores que dieron mucha importancia a su
correspondencia, como Juan Ramón Jiménez, que siempre pensó en darla a la
imprenta en vida– para sacar del cajón mensajes que tal vez ya no habían nacido
de forma natural entre colegas, sino con un ojo puesto en su trascendencia
pública, caso de las cartas recientemente publicadas entre dos astros de la
narrativa mundial como Paul Auster y J. M. Coetzee.
Dejando
a un lado las obras literarias que, sobre todo a partir del siglo XVIII, se
concibieron a modo de epístolas directamente, como “La nueva Eloísa” de
Rousseau o el “Werther” de Goethe, hay todo una tradición de género epistolar público,
de corte reflexivo, desde las filosóficas “Cartas a Lucilio” de Séneca de hace
veintiún siglos hasta las “Cartas a un joven novelista” (1997) de Mario Vargas
Llosa. Pero los ejemplos más abundantes y auténticos provienen de ediciones
póstumas, y la lista es interminable; sólo por nombrar unos pocos, en los
últimos lustros hemos podido leer las cartas de escritores tan admirados como
Jane Austen, Jorge Guillén, Tolstói, Truman Capote, William Faulkner… Con todo,
siempre las más interesantes serán las que arrojen luz sobre la concepción de
la literatura del autor de turno o el desarrollo de sus obras concretas, como
en el caso de Gustave Flaubert y Saul Bellow, respectivamente.
Tras
el verano, tendremos otro apetecible tomo epistolar, publicado por Acantilado y
que tiene como protagonistas a Stefan Zweig (cuya correspondencia con Herman
Hesse también fue publicada por la misma editorial) y a su compatriota austríaco
Joseph Roth, al que le unió una larga amistad. Hasta la muerte de Roth, a los
45 años, consumido por el alcohol en su exilio en París, poco después de
publicar la que él mismo sabía que era última novela, precisamente sobre sobre
el efecto de la bebida. Su amigo hablaría de cómo Roth «se aniquiló
conscientemente a sí mismo impulsado por el mismo sentimiento de desesperación,
sólo que en él esa autodestrucción fue todavía mucho más cruel por cuanto se
desarrolló de un modo mucho más lento, porque fue una autodestrucción día tras
día». Dentro de poco, pues, esas cartas –intrahistoria humana recóndita– tal
vez expliquen las causas de lo que, a posteriori, la historia ve y los demás
debemos interpretar a raíz de sus consecuencias.
Publicado en La
Razón, 22-VI-2014, a propósito del libro A la carta, de Valentí Puig (editorial Elba)