Desde Albert Einstein, ningún científico ha tenido la fama y solera de Stephen Hawking. La popularidad del científico alemán, un icono cultural, político-moral y hasta visual –con su sempiterna imagen sacando la lengua, su cabellera blanca desmelenada–, solamente es comparable desde su desaparición, en 1955, a la de este hombre que todo el mundo recuerda desde siempre sentado con el rostro y las piernas ladeadas, inmóvil, en una silla electrónica, comunicándose con el mundo con apenas unos pocos dedos de la mano o la mirada. Ambos serían estudiantes irregulares, ambos aprenderían lo básico tarde: Einstein a hablar, a los tres años; Hawking, a leer, a los ocho, en su caso, según dice él mismo, por culpa de los métodos de enseñanza de la escuela a la que acudió.
Este detalle y muchos otros se podrán
conocer en el ameno y directo “Breve historia de mi vida”, publicado por la
editorial Crítica, ya el noveno libro del científico británico desde aquel
fenómeno de ventas que fue su “Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros
negros”, en 1988. Hawking revisa una vida que al final tilda de “completa y
satisfactoria”, pues, pese a su incapacidad física, “he conseguido hacer la
mayoría de cosas que quería”. De ahí que el libro no trate en absoluto de las
dificultades de vivir en sus condiciones ni tenga un atisbo de autocompasión.
Muy al contrario, Hawking presume de haber podido viajar por todo el mundo:
siete veces a la Unión Soviética, seis veces a Japón, tres veces a China, una
vez a la Antártida, de haber estado bajo el mar en un submarino, haber volado
en un globo aerostático y haber estado en un vuelo con gravedad cero. Como
queda demostrado por las numerosas fotos que aporta el volumen, traducido por
Ana Guelbenzu y que se publicó solo hace unos meses en Inglaterra.
Todo empieza el 8 de enero de 1942,
“exactamente trescientos años después de la muerte de Galileo”. Europa está en
plena guerra y muchos edificios de Londres yacen destruidos por las bombas.
Stephen es un niño aficionado a los trenes eléctricos, los aviones, los barcos,
un interés “fruto de una necesidad de saber cómo funcionaban los sistemas y
cómo controlarlos”. Ahí empieza a fraguarse su instinto científico, heredado de
su padre, un médico que viajaba a áfrica para ayudar a erradicar enfermedades
tropicales. “Desde que empecé mi doctorado, esa inquietud quedaba cubierta con
mis investigaciones en cosmología. Si entiendes cómo funciona el universo, en
cierto modo lo controlas”, remata.
La familia de Hawking no era normal y
corriente. Después de trasladarse a la localidad de St. Albans y ser vistos por
los vecinos como gente excéntrica por su actitud reservada, compraron una
caravana de gitanos para las vacaciones. Tal cosa no era del gusto de Hawking,
pero se compensó con el verano que pasó con unos amigos de sus padres, en Deià,
Mallorca: nada menos que el escritor Robert Graves y su esposa. Eran los
tiempos en que en la escuela le apodaban “Einstein”, pese a ser un estudiante
desordenado y de caligrafía espantosa. Y es que ya con doce años el tema de sus
conversaciones, aparte de la religión, la parapsicología y la física, era “el
origen del universo, y si era necesario un dios para crearlo y hacerlo
funcionar”.
Así, con la influencia paterna y su
curiosidad cosmológica, Hawking obtiene una beca para estudiar en Oxford, donde
para hacer amigos se convierte en timonel del equipo de remo. Se reúne con su
familia en la India, se gradúa, le dan una beca para viajar a Irán, donde
enferma de disentería… Hawking vive con plenitud estos años, ingresando en
Cambridge para trabajar con el astrónomo más importante de la época, y en estas
páginas es donde el autor aprovecha para explicar asuntos sobre gravitación y
relatividad; de forma breve y sencilla, eso sí, y entonces llega el punto de
inflexión: se siente torpe, se cae, lo ingresan. Al final le diagnostican ELA
(esclerosis lateral amiotrófica) justo cuando conoce a la que será su primera
mujer, Jane, con la que tendrá tres hijos pese a quedarse prostrado muy pronto en
una silla de ruedas.
Se ve a Hawking ya en ese estado en las
fotos del libro, pero sonriendo mientras ve a sus pequeños en el jardín. Su
enfermedad, siempre con la amenaza de una muerte prematura, no le impedirá
viajar para ir a congresos científicos a Estados Unidos, trabajar sobre los
agujeros negros, enfrentarse al gran tema de la cosmología en los años sesenta:
si el universo tiene un principio. Hawking ya es un profesor tan reputado que
lo contrata el California Institute of Technology, le galardonan con la medalla
Pío XI –“En la ceremonia de entrega, Pablo VI se levantó de la silla papal y se
arrodilló a mi lado”– y es elegido en 1979 para la Cátedra Lucasiana en
matemáticas, puesto que había ocupado Isaac Newton. Una traqueotomía casi acaba
con él y le arranca su capacidad de hablar. Desde ese instante, los artilugios
tecnológicos serán su día a día para teclear palabras y darse a entender, hasta
el presente, cuando “controlo [un programa informático] con un pequeño sensor
en las gafas que responde al movimiento de la mejilla”.