Veinte días
atrás veo a los maravillosos San Antonio Spurs ganar el campeonato de la NBA
frente a unos Miami Heat desinflados, demasiado dependientes del astro LeBron
James, impotentes en defensa ante la oleada de juego colectivo que tuvieron
enfrente e irregulares en ataque, sin fondo de banquillo, sin un base que
ordenara las tácticas de manera mínimamente firme. Es el quinto triunfo de las
finales en los últimos quince años del equipo tejano, que más parecía una
familia que una escuadra deportiva cuando estaban celebrando la victoria, pues
desde que el coach Greg Popovich y Tim
Duncan ganaron con aún el portentoso pívot David Robinson el primer anillo en
1999, han pasado quince años; un tiempo en que, con la ya vieja incorporación
crucial de Tony Parker y Manu Ginobili, han convertido a los Spurs en el mejor
equipo de baloncesto del siglo XXI, con permiso de la Selección Española, otra
familia de amigos.
NBA Store, Quinta Avenida, Nueva York
Veía a Parker,
a Ginobili y a Duncan formando un trío de sabiduría baloncentística
extraordinario, como siempre, y el añadido del joven Kawhi Leonard, fabuloso
jugador que todo lo hace bien, con discreción y humildad; veía de repente un
quinteto en pista compuesto de un argentino, un brasileño, un australiano, un
italiano y un francés (Popovich ha reunido hasta nueve jugadores no nacidos en
los Estados Unidos), y me maravillaba el modo en que cada uno sabía cuál era su
rol y cómo desarrollarlo, como los Detroit Pistons de Chuck Daly en los años ochenta y los Chicago
Bulls de Phil Jackson en los noventa. Miami, tal como pasó en la final perdida contra los Dallas
Mavericks en el 2011, tuvo enfrente a un equipo lleno de estrellas en las que
apenas sobresale ninguna de ellas, porque la orquesta alternaba a sus solistas
con precisión absoluta, de tal modo que el alero Danny Green dijo una frase
memorable el último día de competición: “Yo soy el resultado del movimiento del
balón”. Dicho de otra manera: la coordinación en ataque y la solidaridad a la
hora de compartir el balón creaba posiciones de tiro libres de marca, y de ello
se aprovechaban los triplistas.
Televisor en un pub de Manhattan
Veía hace
veinte días con emoción a la familia de los Spurs, dando una lección de
colaboración conjunta, de resistencia y pundonor, de baloncesto perfecto,
envidiable, precioso, y me recordaba con una cerveza frente al televisor en un
piso de Baltimore en junio del 2007, viendo cómo un Parker en estado de gracia llevaba a sus
compañeros a una victoria arrasadora frente a los Cleveland Cavaliers de LeBron
por aquel entonces, en el que era su cuarta NBA ganada; y me recordaba antes en el
hotel Belvedere de Nueva York, mirando en la tele ganar el quinto campeonato a
Michael Jordan contra los Utah Jazz, ¡en 1997!; y me veía otra vez en un bar de
Manhattan, con los Spurs y los Lakers compitiendo en las finales de la
conferencia oeste del 2008, jugando al billar en el descanso del partido con la
neoyorquina más hermosa que existe. Y recordaba a Duncan al final del siglo XX,
irrumpiendo en la liga con una autoridad y clase descomunales, y mi camiseta de
los Spurs ya desaliñada comprada en la Quinta Avenida, y mi vieja Spalding, que
se quedó en otro lugar tras un millón de botes, un trillón de tiros, y supe que
el tiempo pasa y mágicamente mucho de lo que nos dio el pasado aún nos regala
presentes incalculables y nos ata al ayer con una sonrisa tierna, con un halo de romanticismo autobiográfico y leyenda deportiva y sentimental.