El grandioso y contradictorio Lev Tolstói reconocía
en su juventud, consagrada a la guerra y a los affaires, que tenía «tres
pasiones insanas: el juego, la lujuria y la vanidad». Lo decía en su diario de 1852,
preocupado por proponerse mejorar como individuo, lo cual mantendría siempre,
hasta el punto de anotar, en su madurez, el 28 de abril de 1895: “La vida
entera es la lucha de la carne contra el espíritu, el triunfo progresivo del
espíritu sobre la carne”. Y añadía: “La lucha sexual es la más intensa, pero
siempre termina con la victoria del espíritu”.
¿Qué le había contestado a ello su Anna Karénina en
1877, cuando se publicó la novela de aquella enamorada de un oficial del que
estaba embarazada, que no había podido reprimir tal atracción erótica y con
ello disolvía su familia? En la novelística rusa decimonónica la sensualidad
está implícita en los personajes sin exhibicionismos que pudieran atentar
contra el mal gusto, a ojos de una sociedad vigilada por la Iglesia y con la
presencia de la censura. De ahí que el amor de las mujeres sea trágico, no
hedonista, como en los casos de Dostoievski: la Sonia de “Crimen y castigo”,
que ha de prostituirse para mantener a su familia, al tiempo que da su amor a
Raskólnikov, o la Nastasia de “El idiota”, que será asesinada por su amante, o
la Gruschenka de “Los hermanos Karamazov”, de sórdida vida sexual.
Se dice que Dostoievski empezó a escribir una
novela erótica como las que circulaban en su tiempo, aunque al final abandonara
su atrevimiento para hacer un relato menos atrevido. Y de atrevimiento supo
mucho el padre de la literatura rusa, si hemos de creernos la atribución de un
texto pornográfico a Pushkin, titulado “Diario secreto 1836-1837”
(Funambulista, 2011), sacado al parecer clandestinamente de la URSS. Una orgía
literaria, insaciable, en casi cada página de un hombre que, esto sí es verdad,
perdió la vida por culpa de un asunto de carácter sexual: de un duelo a partir
de una carta anónima en la que se le llamaba “gran maestro de la orden de los
cornudos”.