martes, 1 de julio de 2014

El espíritu contra la carne


El grandioso y contradictorio Lev Tolstói reconocía en su juventud, consagrada a la guerra y a los affaires, que tenía «tres pasiones insanas: el juego, la lujuria y la vanidad». Lo decía en su diario de 1852, preocupado por proponerse mejorar como individuo, lo cual mantendría siempre, hasta el punto de anotar, en su madurez, el 28 de abril de 1895: “La vida entera es la lucha de la carne contra el espíritu, el triunfo progresivo del espíritu sobre la carne”. Y añadía: “La lucha sexual es la más intensa, pero siempre termina con la victoria del espíritu”.

¿Qué le había contestado a ello su Anna Karénina en 1877, cuando se publicó la novela de aquella enamorada de un oficial del que estaba embarazada, que no había podido reprimir tal atracción erótica y con ello disolvía su familia? En la novelística rusa decimonónica la sensualidad está implícita en los personajes sin exhibicionismos que pudieran atentar contra el mal gusto, a ojos de una sociedad vigilada por la Iglesia y con la presencia de la censura. De ahí que el amor de las mujeres sea trágico, no hedonista, como en los casos de Dostoievski: la Sonia de “Crimen y castigo”, que ha de prostituirse para mantener a su familia, al tiempo que da su amor a Raskólnikov, o la Nastasia de “El idiota”, que será asesinada por su amante, o la Gruschenka de “Los hermanos Karamazov”, de sórdida vida sexual.

Se dice que Dostoievski empezó a escribir una novela erótica como las que circulaban en su tiempo, aunque al final abandonara su atrevimiento para hacer un relato menos atrevido. Y de atrevimiento supo mucho el padre de la literatura rusa, si hemos de creernos la atribución de un texto pornográfico a Pushkin, titulado “Diario secreto 1836-1837” (Funambulista, 2011), sacado al parecer clandestinamente de la URSS. Una orgía literaria, insaciable, en casi cada página de un hombre que, esto sí es verdad, perdió la vida por culpa de un asunto de carácter sexual: de un duelo a partir de una carta anónima en la que se le llamaba “gran maestro de la orden de los cornudos”.

Publicado en La Razón, 1-VII-2014, a propósito del artículo

“El secreto más ardiente de la URSS”