Muchos lo intentan, pero muy pocos son los elegidos que den categoría al
género narrativo más exigente, donde no caben flaquezas ni lagunas. Lázaro
Covadlo es uno de esos privilegiados intérpretes de un modo de escribir cuentos
que no sólo asombra y fascina, sino que engancha para siempre al lector que cae
en las redes de sus siete novelas y dos libros de relatos publicados hasta la
fecha. Pura inteligencia, fabuloso sentido del humor, sabiduría técnica, todo
ello hay en esta antología de historias aparecidas en los volúmenes «Agujeros
negros» (1997) y «Animalitos de Dios» (2000), más tres que vieron la luz en
distintas publicaciones y una inédita.
A lo largo de estas diecinueve narraciones, la confusión de la realidad con
el mundo de los sueños, la memoria o la literatura es campo fértil para el
escritor bonaerense; no en vano es uno de los que mejor entiende hoy en día el
concepto de metaficción, o “realismo transversal”, como él lo llama muy
acertadamente. Ejemplo de ello es el divertido «La correntada de mal», en el
que un suicida –a partir de una confusión con la poeta Alfonsina Storni– se
sumerge en un enredo satánico de final sorprendente, el magistral «Acero
inoxidable», en el que un profesor de historia se obsesiona con anotar todas y
cada una de sus actividades y observaciones, arrastrando en ello a su pareja,
el curioso “Animalitos de Dios”, donde Nietzsche veja a un pordiosero y sale en
televisión, y «Callejón sin salida», una revisita al clásico cuento de la Bella
y la Bestia absolutamente genial y, como siempre ocurre en Covadlo,
políticamente incorrecta.
Así, lo que muestra nuestro mundo de apariencias le sirve al autor de
“Taimir” (su última novela, de 2012, donde el Enano García, un escritor
esotérico y pervertido, fabrica juguetes sexuales) para hacer que sus
personajes reaccionen a partir de sus instintos más primarios, retorcidos y
egoístas: el crimen sin sentido en «Cuando la tarde se inclina», en el que un
asesino confeso se topa con dos policías pasotas que acabarán perpetrando otro
acto execrable; la demencia en «Mucho cuero», sobre un retrasado mental que
siempre ha querido ser policía, el amor esporádico de una mujer aburrida por un
misterioso pianista en «Rojo satén»; el drama familiar en el conmovedor
«Mundisueño», en el que los mezquinos reproches entre dos hermanos afectarán
para siempre al sobrino que se refugiaba en sueños, al más puro estilo del País
de las Maravillas; o la paranoia de un hombre cuando viaja en avión en «Caían
cuerpos desnudos», que puede entenderse como la sutil imagen de los
desaparecidos de la Argentina más negra; todo ello, junto con una parodia
política que abre el libro, el microcuento «Honor al buen servicio», de un
Covadlo que se exilió de Argentina en los años setenta, abandonó la literatura
un tiempo y, cual bíblico Lázaro, puso en pie su excelso talento literario, ya instalado
en Sitges.
Publicado en La Razón, 3-VII-2014