En 1888, Robert Louis
Stevenson, ya famoso por las obras con las que la inmortalidad lo recuerda: “La
isla del tesoro”, “La flecha negra” y “El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr.
Hyde”, publicadas en esa década dorada, cumple un viejo sueño
desde que hiciera su primer gran viaje en 1980, a California, para casarse con
Fanny Osbourne, bastante mayor que él, separada y con dos hijos, y de la que se
había enamorado tres años antes en Francia: alquilar un barco y viajar
por el océano Pacífico. En el tránsito, descubrirá que ese clima es el que más
le conviene tras una vida llena de enfermedades respiratorias desde niño, y por
fin se instalará en Samoa, donde los nativos le acogerán con agrado y le
apodarán «Tusitala» (contador de cuentos). Allí escribirá los «Cuentos de los
mares del Sur», de signo sobrenatural y con referencias demoníacas y caníbales;
allí vivirá feliz hasta que, en plena escritura de su novela «Weir of
Herminston», le sorprenda la muerte
a los cuarenta y cuatro años; allí
será enterrado, en 1894, con el «Réquiem» que había escrito años atrás: «Alegre
he vivido y alegre muero, / pero al caer quiero haceros un ruego. / Que pongáis
sobre mi tumba este verso: / “Aquí yace donde quiso yacer; / de vuelta del mar
está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador”».
Este marinero por
gusto, este emigrante amateur, por decirlo con el título de uno de los textos
que dedicó a aquel viaje prematrimonial, “The Amateur Emigrant”, en el que
relataba su experiencia atlántica rumbo a Estados Unidos desde Glasgow y que
tendría continuidad en “A través de las praderas”, o lo que es lo mismo, la
crónica de su viaje de Nueva York a San Francisco en tren, ya había escrito dos
libros viajeros: “An Island Voyage” (1878) y «Viajes con una burra» (1879). Así
pues, y dada la permanente actualidad del escritor escocés a partir de las mil
y una adaptaciones que se suceden de su obra al cine, teatro, televisión y cómic,
no era de extrañar que esta faceta tan importante de su escritura fuera tomando
visibilidad aparte de su producción narrativa, en la que también se cuentan
obras magistrales como “Bajamar”, “Secuestrado”, “Catriona” o “Las nuevas mil y una noches”.
Ahora lo hace de forma muy completa gracias a Amelia Pérez de Villar, que ha
reunido los “ensayos sobre viajes” (editorial Páginas de Espuma) que Stevenson
publicó en diversos periódicos y revistas a lo largo de toda su trayectoria.
Tal como había hecho la
traductora en el volumen anterior de Stevenson “Escribir. Ensayos sobre literatura”
hace justo doce meses, en la misma editorial, los textos están divididos en
tres secciones, en este caso: “El viaje”, “Europa” y “América”. Stevenson aparece
al comienzo describiendo las sensaciones y virtudes de pasear y de estar en los
bosques, de caminar en soledad –“El paisaje, en un recorrido a pie, siempre es
un cómplice”; “Si uno va en compañía, o en pareja, ya sólo será un viaje a pie
de nombre; será otra cosa, más parecida a un picnic”– e invita a sacar partido
a los “lugares menos agradables” y a ver la montaña como una fuente de salud
para el hombre en reflexiones en las que podrá verse familiarizado todo lector
aficionado a vagar por la naturaleza.
En su biografía del escritor
escocés, G. K. Chesterton se hacía eco de cómo Stevenson huyó de su familia y de su futuro
como constructor de faros en Edimburgo, evitando a toda costa permanecer en un
mismo lugar para mejorar sus dolencias pulmonares –«Fue a donde fue en parte
porque era un aventurero y en parte porque era un inválido», dice el biógrafo
inglés– y halló en el hecho de viajar un estímulo y consuelo perfectos, hasta
acabar sus días en la paradisíaca Polinesia. Pero antes, en efecto, Europa
(leemos aquí ensayos sobre su ciudad natal, Davos en invierno, los Alpes,
Fontainebleau y varias localidades británicas y francesas más) y América, donde
destaca su paso por la ciudad californiana de Monterey, que le fascina tal vez
como ninguna otra antes –“Cuando andaba por aquellos bosques me costaba mucho
regresar a casa”; “Vayas donde vayas, no te quedará más remedio que detenerte a
escuchar, a oír la voz del Pacífico”–, y Nueva York, de la que la gente no para
de contarle “historias macabras” y de la que ironiza así: “Cualquiera hubiera
pensado que íbamos a desembarcar en una isla habitada por caníbales. No hables
con nadie por la calle, porque no te dejarán en paz hasta que te hayan
desplumado y pegado una paliza”.
Pero Stevenson es hombre de mundo y no le impresionan las
advertencias. “Durante muchos años América fue para mí una especie de tierra
prometida”, en un tiempo en que, reflexiona, el Imperio británico está en
declive y todos los ojos se dirigen a Estados Unidos, “un país aún por hacer,
lleno de posibilidades inciertas y creado, como una nueva Eva, de la costilla
de una tierra antigua”. Desde joven, su imaginación había sido invadida por
“enormes ciudades que crecen como por ensalmo (…) el oro baja por el agua del
río (…) Y todo ese bullicio, ese coraje, esa acción, esos cambios
caleidoscópicos constantes que Walt Whitman ha captado y expuesto en sus
versos, alegres y locuaces. El peligro para él será la lluvia que le cala por
completo y la antipatía de los dependientes de libros con los que quiere
hablar, actitud que cambia por completo en cuanto les planta cara aludiendo a
la amabilidad británica.
Al emigrante Stevenson le esperaba un largo viaje hasta
San Francisco al cabo de pocas horas, reflejado en un diario titulado “A través
de las llanuras” y que le hará recorrer Pensilvania, Ohio, Illinois, Nebraska,
Wyoming (estos dos estados le desesperan por “lo terrible y aburrido que es” no
ver “ni un árbol, ni un parche de césped” en un “mismo paisaje, ni acogedor ni
amistoso, extendiéndose ante nosotros; peñascos caídos, acantilados que
imitaban de un modo aterrador la silueta de monumentos o fortificaciones…”). La
tierra prometida iba dejándolo de ser, pues además cae enfermo y el tren se le
antoja “la única prueba de vida en aquella tierra muerta, el único actor, el
único espectáculo que podría observarse en aquel parálisis de la humanidad y la
naturaleza”.
Un viaje terrible, rodeado de emigrantes en busca de una
vida mejor que, tras miles de millas recorridas, aún no tenía visos de mejorar,
en un ambiente en los vagones de xenofobia hacia los chinos –como antes lo
habían sufrido los irlandeses y, por supuesto, los indios–, que le indigna y a
los que él les profesa “admiración y respeto”. Porque Stevenson estaba hecho
para asimilar lo diferente, lo exótico, lo recóndito, como bien lo prueba el
hecho de que, a finales del siglo XIX, lograse su hogar definitivo, su
verdadera tierra prometida, en Vailima, entre tierras salvajes e indígenas que
encontraron en él al mejor contador de historias; donde él, viendo de cerca la
muerte, escribiría un breve poema de título más que revelador: “Un fin de
viaje”.
Publicado en La Razón, 24-IX-2014