Esta no es una
afirmación que uno esperaría por parte de un científico: “No soy un buen
observador. No estoy orgulloso de ello, y lo he intentado con todas mis
fuerzas”. Pero Richard Dawkins no es un científico cualquiera. Obtuvo una gran
fama, con sólo treinta y cinco años, con su primer libro, “El gen egoísta: las
bases biológicas de nuestra conducta”, especializándose en etología y zoología
y no consagrando sus esfuerzos para acabar siendo naturalista, que era lo que
su padre y abuelo deseaban que hubiera sido. De eso se lamenta al final de
estas memorias suyas que abarcan, como dice el subtítulo, “los años de
formación de un científico en África y Oxford” (traducción de Ambrosio García
Leal). “Me falta paciencia”, advierte, para las plantas, en un pasaje donde
declara su admiración incondicional por Darwin, tras admitir que aquel célebre
libro de 1976, que por cierto empezó a escribir interrumpiendo una
investigación sobre los grillos, marcó un antes y un después en su vida.
Su idea –el
gen como unidad evolutiva fundamental, dando peso a los genes y no a los
individuos en el proceso de la evolución– fue tomada como “revolucionaria”,
aunque a él no se lo pareciera entonces. “Una curiosidad insaciable”
representa, pues, encarar y valorar un pasado que bien merece ponerse por
escrito: hijo de un técnico agrícola destinado a Nyasalandia (hoy Malawi) como
suboficial de agricultura que luchó contra los italianos en 1942, en Abisinia y
Somalia, y de una madre dibujante; nacimiento en Nigeria e infancia edénica; traslado
familiar a Inglaterra cuando él tiene ocho años; pasión por Elvis Presley en su
etapa de transición religiosa: de intenso creyente a “ateo militante” en un
entorno escolar anglicano; estudios en Oxford, que resultan decisivos para su
posterior inclinación académica e investigadora…
Con buen pulso
narrativo –se nota la impronta del padre, quien contagió su gran afición a la
poesía y a la música a su hijo–, Dawkins recuerda con detalle su experiencia en
diversos colegios y sus pasos universitarios, incluido su feliz despertar
sexual, hasta los años 1967-69, cuando, tras casarse con la que sería su
primera esposa (ha tenido tres), se trasladaría a la Universidad de Berkeley.
Allí enseñaría zoología e investigaría los picotazos de los pollos, se posicionaría
contra la guerra del Vietnam y empezaría a ver, tras la persona, los genes que
nos han traído hasta aquí.
Publicado
en La Razón, 18-IX-2014