Erice es un pueblito
de Sicilia, en la cima de una montaña al oeste de Palermo cara al mar, un lugar
sosegado –castillos medievales e iglesias; tiendas de cerámica y alfombras–
para el estudio y el diálogo. A ello se dedica el Centro para la Cultura
Científica y la Fundación Ettore Majorana, fundados por Antonio Zichichi,
descubridor de la antimateria en 1965 y director del Instituto Nacional de
Física Nuclear de Ginebra. Allí, cada verano, se celebran congresos por los que
han pasado millares de científicos (entre ellos, 117 premios Nobel), en los
tres monasterios que sirven de sedes para las conferencias, en un ambiente de
religión y ciencia: por los pasillos, hay fotos de Zichichi con quien fue su
amigo, Juan Pablo II, que dijo un día: «La ciencia y la fe son ambas regalos de
Dios».
Un significativo número de científicos no compartirían dicho aserto; de
entre los más populares, el Richard Dawkins miembro honorario de la Sociedad
Nacional Laica y autor del antirreligioso “El espejismo de Dios”, y el que
firma este trabajo que verá la luz a finales de mes, Steve Jones, en contra de
las tesis creacionistas de la humanidad y, a la vez, excelso estudioso de la
Biblia. Lo cual no guarda ninguna contradicción, porque para cuestionar con
seriedad algún asunto –lo demuestra con brillantez el genetista galés– hay que
conocerlo a fondo, y porque esa pregunta primigenia está, por así decirlo, en
el ADN de los científicos. Por algo Stephen Hawking, en su reciente libro “Breve
historia de mi vida” (editorial Crítica), cuenta que ya con doce años el tema
de sus conversaciones, aparte de la religión, la parapsicología y la física,
era “el origen del universo, y si era necesario un dios para crearlo y hacerlo
funcionar”.
Jones no oculta su deseo de suplantar lo “sobrenatural”
por lo “natural”, pero lo hace de una manera tan interesante, con desenfadados
toques de humor, aunque con un estilo no exento de cierta vehemencia, que lo de
menos es estar de acuerdo o no con lo que se lee. Su libro es un gran análisis,
minucioso y erudito, del texto bíblico, del cual extrae una interpretación
paralela de corte científico. Por ejemplo, si al principio era la Palabra, y la
Palabra era Dios, los físicos, por supuesto, buscarán qué era ese principio,
qué había antes de él. «Esas preguntas sobre cómo se originaron el tiempo, los
elementos, la vida y la raza humana están en las raíces de la física, la
astronomía, la biología y, en un sentido distinto, de la propia fe», señala.
Convencido de que la religión también puede examinarse desde su profesión, y
abrumado por la cantidad “de cursos sobre ciencia y religión en las
universidades estadounidenses», de miradas a favor y en contra que salen cada
mes de las imprentas, Jones escudriña el Génesis, según él el primer libro de
biología del mundo –que empieza con Adán y acaba diez generaciones después, con
los hijos de Noé, lo cual le conduce a hablar de la «continuidad biológica»,
idea muy presente hoy en Israel–, el Apocalipsis al que tantas páginas consagró
Newton, y en general el concepto de linaje tan preponderante en la Biblia, que
equipara con su visión genetista de la vida a partir del “Creced y
multiplicaos”.
De hecho, «remontarse más y más en el
cromosoma Y nos lleva sin más remedio a “Adán”, el abuelo de todos nosotros», y
es que «todo un continente podría conservar pruebas de un antiguo patriarca,
pues existe una versión concreta del cromosoma Y que portan más de cien
millones de hombres en toda Europa»; una teoría que extiende al caso chino, con
su gran antepasado Confucio, y a la España de los Reyes Católicos, compuesta a
su entender de generaciones de origen converso en su quinta parte. Este es el
“modus operandi” de Jones: tras presentar diversas situaciones narradas, como
el Éxodo o el diluvio universal, o frases simbólicas muy célebres dentro del
cristianismo, o comportamientos de personajes emblemáticos, encuentra la manera
de sugerir una base racionalista para todo ello. El resultado es que, hablando
de elementos de la vida bíblica como las enfermedades –caso de la lepra del
“Levítico, “obsesionado por la higiene”– o las plagas, o la alimentación, lo
que surgen de repente son nuestros hábitos actuales y el tratamiento que hoy le
da la ciencia a la salud; en la era del racionalismo y pragmatismo imperantes,
del espiritualismo cada vez más necesario por tanto, Jones enfría toda pasión, hallando
hasta el enigma de las experiencias místicas del escritor profético y
visionario por antonomasia, William Blake, cuya presencia atraviesa de
principio a fin el libro.
«La ciencia investiga; la religión interpreta
(…), no son rivales», dijo Martin Luther King. Y Francis Collins,
director del proyecto Genoma Humano y autor de "El Lenguaje de
Dios", reconoce: "Soy científico y creyente. No encuentro conflicto
entre estas dos visiones del mundo". De modo que a Él se le podría encontrar
tanto en una catedral como en un laboratorio; será compatible tener fe y aceptar el Big Bang que hace unos 14.000 millones
de años creó el universo. Pero ¿qué es lo que lo desencadenó? Unos dirán Dios,
incluidos muchos hombres de ciencia contemporáneos, desconocidos no obstante
para el gran público; otros, los científicos modernos de tinte agnóstico, que
saben mucho más de física y química que de biología –afirmación tomada del
propio Jones– aún buscan la respuesta al misterio de los misterios.
Publicado en La Razón, 18-IX-2014