Poco a poco, una de las masacres humanas y regímenes
autoritarios más espeluznantes de un siglo XX dominado por la atención dada a
la demencia nazi, el Holocausto y los campos de exterminio, cobra espacio a
través de estudios, papeles recuperados e incluso novelas. Décadas y décadas de
horror soviético transcurridas, de los gulags más crueles que puedan imaginarse
–como se percibió en el reciente volumen del burócrata Fyodor Mochulsky “El
jefe del gulag”, en el que se conocía el trabajo esclavizado de gentes que
morían en el Círculo Polar Ártico tras haber sido arrestados sin mediar un
porqué–, pero ahora, el estudio más imponente de las maniobras gubernamentales
de la URSS en contra de su propio pueblo –otros trabajos, ya numerosos, se han
enfocado en la violencia ejercida a escritores y artistas– se centra en doce
meses prácticamente, los que dieron forma a 1937, y una ciudad, Moscú. El
resultado, un libro tremendo tanto por su dimensión historiográfica como
siniestro y esclarecedor por todas las atrocidades que se cuentan: atrocidades
reales que hay que conocer más a fondo porque incluso desde la propia Rusia se
ha ido generando un cierto, extraño silencio.
«A las tragedias humanas de la Unión Soviética en la década
de 1930 jamás se les concedió la atención y el interés que cabría esperar de
una opinión pública que había estado expuesta al horror de los crímenes
nacionalsocialistas», dice Karl Schlögel en la introducción. «Predominaba, en
ese sentido, una curiosa asimetría. A un mundo que había grabado en su memoria
nombres como los de Dachau, Buchenwald y Auschwitz se le hacía difícil tratar
con nombres como los de Vorkutá, Kolymá o Magadán. Se había leído a Primo Levi,
pero no a Varlam Shalámov. Fue así como las víctimas de Stalin sufrieron una
segunda muerte, esta vez en la memoria.» De modo que las consecutivas
dictaduras sanguinarias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
hicieron de la patria, como diría el escritor ucraniano Izraíl Métter, «un
campo de pruebas donde la historia realiza sus experimentos sociales, y donde
además no tiene en cuenta el destino de cada uno de los hombres aislados».
Un “experimento” social verdaderamente sangriento en el que
el destino de millones de ciudadanos quedó maltrecho y del que Schlögel presenta
datos tan fríos como desgarradores: en un año, al arresto de cerca de dos
millones de personas, setecientas mil de ellas asesinadas, y casi 1,3 millones encerradas
en campos de concentración y colonias de trabajos forzados. No en vano, Deborah
Kaple, editora y traductora de las memorias citadas de Mochulsky, escribió que «el
gulag es el programa de asesinatos más largo financiado con fondos del Estado».
El mismo que Aleksandr
Solzhenitsin, en “El
archipiélago Gulag” (1973), empezó a denunciar, arrojando luz sobre la
llamada «reeducación» promulgada por el Gobierno soviético, a veces practicada
en «centros psiquiátricos», para denigrar o hacer desaparecer todo aquel
sospechoso de estar contra el poder establecido; así, Lenin y Stalin, con la
excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, segarían entre los
años 1921 y 1953 la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi
quinientos campos.
Schlögel recurre para iniciar su ensayo al final de la
novela de Bulgákov “El maestro y Margarita”, relacionada directamente con aquel
1937, en el cual la gente “desaparecía” sin más, sin que se dieran
explicaciones, incluidos ex líderes políticos e intelectuales, y sigue adelante
contándonos cómo era el Moscú de la época, que Stalin quiso reconstruir, y cómo
el Gobierno quiso limitar la inmigración del campo a la ciudad. El asunto
poblacional resultaba verdaderamente complejo: por culpa de la Primera Guerra
Mundial y de la subsiguiente guerra civil, habían muerto quince millones de
personas, y después, con la hambruna que se produjo por la colectivización, habían
perdido la vida otros ocho millones, leemos, a lo que se tendría que añadir,
sobre todo en esa aciaga década de los treinta, a los encarcelados y fusilados.
Hacia la manera de entender cómo era el pueblo ruso en aquellos tiempos y la
forma en que sufrió se había encaminado el autor en otras investigaciones
ayudándose de documentos que, antes o después, desembocaban en 1937, ya fuera
estudiando la modernidad de San Petersburgo, a los exiliados rusos en el Berlín
de entreguerras o aun el fin de la Unión Soviética.
Ningún monumento de homenaje a todos esos muertos encontró Schlögel,
por más que fuera imposible dar con una familia moscovita que no tuviera alguna
víctima en su pasado, en la mayoría de casos gentes humildes. En ellas se cebó
el Terror desde el Partido para intimidar a quien osara concebir la más mínima
crítica: «personas seleccionadas y asesinadas de manera planificada,
respondiendo a criterios sociales y étnicos», muchas de ellas producto de
detenciones masivas para lograr confesiones «que más tarde serían presentadas
ante la troika. Ello, a su vez, garantizaba decenas de condenas en cada sesión
(casi siempre nocturnas); el récord en este sentido lo alcanzó la troika de
Omsk el 10 de octubre de 1937, con 1.301 condenas por sesión». Entre el año
estudiado y 1938 los órganos de la Seguridad del Estado arrestaron a un millón
y medio de personas, por razones políticas, un 85 por ciento de las cuales fue
condenada.
Estas y otras estadísticas –como las del campo de tiro de
Bútovo, a las afueras de Moscú, “escenario fundamental del Gran Terror”, donde
a diario se sucedían los tiros en la nuca; los cadáveres se tiraban a una fosa
común–, sin embargo, estarán lejos de no repetirse a partir de ese año. La
“bacanal de la autodestrucción”, como la llama Schlögel en el epílogo, seguirá
las décadas siguientes. Y también el silencio, el encubrimiento, el miedo.
Publicado en La Razón,
11-XII-2014