Bar Macondo, en el Ensanche de Barcelona
Se acaba de hacer efectiva la adquisición, por una suma millonaria no desvelada, del material literario de Gabriel García Márquez –cuarenta cajas de recuerdos que ahora se procederá a catalogar– por parte de una institución de la Universidad de Tejas. Allí, tan lejos de su natal Aracataca (Colombia), de su casa de México donde la muerte fue a visitarlo el 17 de abril, a los ochenta y siete años, estarán sus manuscritos, sus cartas, el borrador del discurso que leyó vestido de blanco, cuando recibió el premio Nobel y habló de «La soledad de América Latina», en 1982. Él, que disfrutó de tantos amigos y admiradores por doquier: desde el pueblo llano a los líderes políticos más influyentes del planeta. Fue la desaparición, claro está, de algo más que un escritor: ya en 1967, «Cien años de soledad» lo convertiría en una figura pública legendaria; se le atribuyó el clímax del fenómeno del «boom», con el realismo mágico como estandarte de un estilo inconfundible pero imitado hasta la saciedad. Tituló sus memorias «Vivir para contarla» (2002), pero su caso es de los pocos de los que se puede decir que, tras morir, el cuento que nos sigue contando no tendrá fin.
Publicado en La Razón, a propósito del suplemento
Especial Resumen 2014, sección Cultura