Foto: Acuario de Barcelona
Hay personajes de papel que son mucho más que entes literarios: el Quijote, Hamlet o Don Juan ejemplifican actitudes que son universales o proyectan lo que potencialmente somos en la tierra. Pero hay otra dimensión, recóndita e inabarcable, que comprende otros sueños: la de la literatura del mar, la más longeva y revivida, que ha dado tres mitos en forma de lugar, la Isla del Tesoro, de personaje, Robinson Crusoe, y de animal, Moby Dick. Tres iconos artísticos y sociales tan poderosos en su imaginación y humanidad, frente al reto de afrontar la Naturaleza, que es inevitable trasladarlos a nuestros hijos.
Antaño, el mar era fuente e incluso vivencia para muchos escritores. Stevenson ideó su obra inmortal, de 1883, tras surcar el Atlántico y el Pacífico; un poco antes, en 1851, Herman Melville publicaba la novela de su cetáceo recordando su avatar en balleneros por los Mares del Sur –su experiencia con los caníbales y su encarcelamiento, acusado de amotinarse; mil aventuras durante casi cuatro años en mares y archipiélagos–; y bastante tiempo atrás, en 1719, Daniel Defoe daba una historia para la que se basó en un marinero escocés al que habían abandonado por indisciplina en una isla desierta. Así, el por entonces periodista londinense intuyó que, más allá de los habituales libros de piratas, los lectores aceptarían una literatura entretenida enmarcada en un tono más realista.
“Robinson Crusoe” fue para Defoe el vehículo para exponer sus ideas moralizadoras y puritanas a partir de un hombre que se superaba a sí mismo y lograba sobrevivir aislado veintiocho años; por ello, no extraña que Jean-Jacques Rousseau la recomendara vivamente a los jóvenes, afirmando que era una «obra básica de toda educación». “Moby Dick”, por el contrario, recibiría críticas nefastas pese a que la prometedora carrera de Melville parecía haber comenzado bien gracias a sus exóticas narraciones. Así, la historia de la venganza del capitán Ahab no llegó a agotar nunca su primera edición de tres mil ejemplares, y para colmo, en diciembre de 1853, los libros no vendidos se quemarían en el incendio del almacén del editor. Su autor sufriría la decadencia y el olvido, aunque ya hace mucho que Moby Dick y el único superviviente del barco, Ismael, son el símbolo de la cultura estadounidense. Y como símbolos plenos de energía no tendrán fin al representar una cadena de sentimientos que se crean, recrean y transforman en cada generación.
Publicado en La Razón, 6-I-2015,
junto a la entrevista de Javier Ors a Andrés Barba,
traductor de Moby Dick (Editorial Sexto Piso)