martes, 10 de febrero de 2015

La nieta negra del nazi


Hay una escena impresionante, una entre muchas, en «La lista de Schindler» (1993), en la que el personaje interpretado por Niam Leeson muestra a un nazi cómo el poder tiene una mayor dimensión en el perdón que en el castigo. «Yo te perdono… Yo te perdono…», musita el actor Ralph Fiennes cuando se queda solo, practicando la lección que le ha dado el astuto Oskar Schindler, capaz de todo con tal de salvar la vida de los abocados a morir en los campos de exterminio. Aquel hombre que disparaba desde su terraza a inocentes para entretenerse, el mismo que, como insinuaba la película de Spielberg, estaba atraído por una sirvienta judía, se llamó en realidad Amon Leopold Goeth, y fue comandante en el campo polaco de Plaszow. Hoy, es objeto de un libro, pero su autor no es ningún historiador sino un familiar directo; aunque uno que contradice el racismo inherente de Hitler y sus secuaces. Lo firma una mujer negra.

En alemán, se ha titulado simplemente «Amon», y en la inminente edición inglesa la cubierta rezará, mucho más explícita: «Mi abuelo me habría disparado: una mujer negra descubre el pasado nazi de su familia». Así le pasó a Jennifer Teege (Múnich, 1970), cuyos padres (él nigeriano, ella germana) la dieron a un hogar de niños católicos para luego acabar siendo adoptada. Tras vivir en París y Tel Aviv, en 2008, en una biblioteca de Hamburgo, el azar puso en las manos de Teege –siempre en busca de su pasado para explicar los accesos depresivos que la invadían– el libro «Yo tengo que amar a mi padre, ¿no?», basado en una entrevista a una tal Monika Hertwig. Jennifer reconoció en ella a su madre, a su vez hija de la relación entre Goeth y Ruth Kalder, secretaria de las fuerzas armadas alemanas en tiempos de la Segunda Guerra Mundial; al parecer, el propio Schindler les habría presentado.

El sueño juvenil de Hitler era convertirse en pintor, pero le rechazaron en la Academia de Bellas Artes de Viena por su insuficiente talento; él, Goebbles y el resto de los famosos nacionalsocialistas presumían de saber degustar un concierto de música clásica, sin importar que antes o después de ese placer refinado se encargaran de deshacerse de judíos, homosexuales, gitanos y negros. Uno de esos paradójicos amantes de la cultura, conocido como el «carnicero de Plaszow» –donde acudiría su nieta como parte de su terapia de aceptación de su ascendencia–, sería declarado culpable por sus crímenes (mutilar, torturar y enviar a varios miles de personas a las cámaras de gas) y ejecutado en la horca en 1946, cerca del campo en que aprendió, siquiera en celuloide, siquiera un instante, que el perdón y la misericordia engrandecen más al hombre que la crueldad indiscriminada.


Publicado en La Razón, 10-II-2015