Hay una escena impresionante, una entre muchas, en «La lista de
Schindler» (1993), en la que el personaje interpretado por Niam Leeson muestra
a un nazi cómo el poder tiene una mayor dimensión en el perdón que en el
castigo. «Yo te perdono… Yo te perdono…», musita el actor Ralph Fiennes cuando
se queda solo, practicando la lección que le ha dado el astuto Oskar Schindler,
capaz de todo con tal de salvar la vida de los abocados a morir en los campos
de exterminio. Aquel hombre que disparaba desde su terraza a inocentes para
entretenerse, el mismo que, como insinuaba la película de Spielberg, estaba
atraído por una sirvienta judía, se llamó en realidad Amon Leopold Goeth, y fue
comandante en el campo polaco de Plaszow. Hoy, es objeto de un libro, pero su
autor no es ningún historiador sino un familiar directo; aunque uno que
contradice el racismo inherente de Hitler y sus secuaces. Lo firma una mujer
negra.
En alemán, se ha titulado simplemente «Amon», y en la inminente edición
inglesa la cubierta rezará, mucho más explícita: «Mi abuelo me habría
disparado: una mujer negra descubre el pasado nazi de su familia». Así le pasó
a Jennifer Teege (Múnich, 1970), cuyos padres (él nigeriano, ella germana) la
dieron a un hogar de niños católicos para luego acabar siendo adoptada. Tras
vivir en París y Tel Aviv, en 2008, en una biblioteca de Hamburgo, el azar puso
en las manos de Teege –siempre en busca de su pasado para explicar los accesos
depresivos que la invadían– el libro «Yo tengo que amar a mi padre, ¿no?», basado
en una entrevista a una tal Monika Hertwig. Jennifer reconoció en ella a su
madre, a su vez hija de la relación entre Goeth y Ruth Kalder, secretaria de las
fuerzas armadas alemanas en tiempos de la Segunda Guerra Mundial; al parecer,
el propio Schindler les habría presentado.
El sueño juvenil de Hitler era convertirse en pintor, pero le rechazaron
en la Academia de Bellas Artes de Viena por su insuficiente talento; él,
Goebbles y el resto de los famosos nacionalsocialistas presumían de saber
degustar un concierto de música clásica, sin importar que antes o después de
ese placer refinado se encargaran de deshacerse de judíos, homosexuales,
gitanos y negros. Uno de esos paradójicos amantes de la cultura, conocido como
el «carnicero de Plaszow» –donde acudiría su nieta como parte de su terapia de
aceptación de su ascendencia–, sería declarado culpable por sus crímenes (mutilar,
torturar y enviar a varios miles de personas a las cámaras de gas) y ejecutado
en la horca en 1946, cerca del campo en que aprendió, siquiera en celuloide,
siquiera un instante, que el perdón y la misericordia engrandecen más al hombre
que la crueldad indiscriminada.
Publicado en La Razón,
10-II-2015