A día de hoy, traducir de una lengua tan diferente como el
rumano un extenso poema en verso y prosa constituye una proeza editorial. En un
clima literario en el que las apuestas arriesgadas son excepción y además los
grandes sellos rebajan su exigencia artística para publicar cosas tan comerciales
como anodinas, es cada vez más importante la labor de editoriales
independientes que den un ejemplo de amor por la Literatura, en mayúsculas sin
ambages. Una de esas editoriales es Impedimenta, que ha aupado a un escritor
divertido y difícil, próximo y extraño como Mircea Cărtărescu, del que ya conocíamos su novela corta «Travesti» ─sobre un escritor treintañero que recuerda con fervor a un chico
que jugueteaba con el travestismo en la Bucarest de su adolescencia─, los cuentos de «Nostalgia»
─donde destaca el relato «El Ruletista», en torno a un hombre con una
suerte inmensa cuando juega a la ruleta rusa─, la
novela «Lulu» ─un bello texto onírico que encandiló a sus admiradores─ y «Las
bellas extranjeras», que reúne tres textos
de corte humorístico y autobiográfico.
En 1989, caía el régimen comunista en Rumanía. Cărtărescu ya había escrito «El Levante» y bregado con la
censura de su país en otras ocasiones. De ahí que, como apunta Carlos Pardo en
la introducción, el autor no creyera que viera la luz este libro que tilda de
«ajuste de cuentas con la literatura rumana del momento» y que sobre todo es
«una fastuosa novela de aventuras que bebe de las leyendas de la infancia». Marian
Ochoa, magnífica siempre, vuelca al español con fuerza esta epopeya que bebe de
la experimentación lúdica del «Ulises» joyceano. Cărtărescu quiso viajar al género iniciático-literario de la Antigüedad
griega para modelar su peripecia llena de presente (las referencias a literatos
o personalidades del siglo XX son continuas), pero, en una vuelta de tuerca,
ubicándola en el XIX.
La serie de extravagantes
personajes, viajeros y marítimos, como el poeta Manoil y su hermana Zenaida, el
espía francés Languedoc, el pirata Yogurta o el sabio sufí Nastratin, alrededor
del hecho de salvar a los rumanos de los invasores griegos, no es tan
importante como la voz del propio narrador, que apela al lector con este
experimento asombroso, que tal vez tiene en el canto décimo su cenit, cuando el
sujeto poético justifica su vida en aras de la «fantasía» y la escritura.
Publicado en La Razón,
26-II-2015