Hace veinticinco
siglos, Platón abogaba en «La república» por el reparto de tareas entre los
ciudadanos: habría guardianes encargados de asegurar que todo estuviera en
orden y nadie se descarriase dentro de la población, dividida en función de la
utilidad y las necesidades impuestas por el interés general. En esa ciudad
donde todo se comparte, los «auxiliares» o «asalariados», de poca inteligencia
pero buenas aptitudes físicas, realizan el trabajo pesado; nadie posee casa
propia, la familia se ha escindido y los víveres se reciben en proporción a los
servicios prestados. Todo para evitar los extremos que hacen peligrar la
armonía de la convivencia: la riqueza y la indigencia; y todos son gobernados
por los «salvadores y protectores», los incorruptos filósofos.
Esa jerarquización
social que en la era moderna se desarrollará con las utopías literarias parece
caldo de cultivo inmejorable para uno de sus reversos, tan bien adaptado por el
cine: la ficción distópica, que remite a la literatura apocalíptica, rama de la
ciencia ficción que hizo furor con «Los juegos del hambre» (2008), trilogía de
la norteamericana Suzanne Collins, y que ahora disfruta de un nuevo éxito
mediante otro trío novelístico iniciado en 2011, «Divergente», de Veronica
Roth. Ésta es hoy una joven de veintiséis años que en la universidad se inventó
un Chicago que separa a la gente en cinco facciones de modo obligado, a riesgo
de quedar denigrado en caso contrario; aquélla es una escritora de larga
carrera en programas televisivos infantiles: ambas son autoras para «adultos
jóvenes», concepto que empezó a asomarse cuando «Harry Potter» acabó en manos
de adolescentes y maduras. En este caso, la guerra, la violencia, el heroísmo
del ciudadano anónimo ante el poder establecido, cruel e injusto, coinciden en
los gustos de un público que, sea cual sea su edad, se reconoce juvenil en la
cultura audiovisual, marcada por la acción, los efectos especiales y la
aventura fantástica.
Publicado en La Razón, 3-IV-2015