martes, 7 de abril de 2015

El suculento éxito de las distopías juveniles


Hace veinticinco siglos, Platón abogaba en «La república» por el reparto de tareas entre los ciudadanos: habría guardianes encargados de asegurar que todo estuviera en orden y nadie se descarriase dentro de la población, dividida en función de la utilidad y las necesidades impuestas por el interés general. En esa ciudad donde todo se comparte, los «auxiliares» o «asalariados», de poca inteligencia pero buenas aptitudes físicas, realizan el trabajo pesado; nadie posee casa propia, la familia se ha escindido y los víveres se reciben en proporción a los servicios prestados. Todo para evitar los extremos que hacen peligrar la armonía de la convivencia: la riqueza y la indigencia; y todos son gobernados por los «salvadores y protectores», los incorruptos filósofos.

Esa jerarquización social que en la era moderna se desarrollará con las utopías literarias parece caldo de cultivo inmejorable para uno de sus reversos, tan bien adaptado por el cine: la ficción distópica, que remite a la literatura apocalíptica, rama de la ciencia ficción que hizo furor con «Los juegos del hambre» (2008), trilogía de la norteamericana Suzanne Collins, y que ahora disfruta de un nuevo éxito mediante otro trío novelístico iniciado en 2011, «Divergente», de Veronica Roth. Ésta es hoy una joven de veintiséis años que en la universidad se inventó un Chicago que separa a la gente en cinco facciones de modo obligado, a riesgo de quedar denigrado en caso contrario; aquélla es una escritora de larga carrera en programas televisivos infantiles: ambas son autoras para «adultos jóvenes», concepto que empezó a asomarse cuando «Harry Potter» acabó en manos de adolescentes y maduras. En este caso, la guerra, la violencia, el heroísmo del ciudadano anónimo ante el poder establecido, cruel e injusto, coinciden en los gustos de un público que, sea cual sea su edad, se reconoce juvenil en la cultura audiovisual, marcada por la acción, los efectos especiales y la aventura fantástica.


Publicado en La Razón, 3-IV-2015