Hace poco tiempo la editorial Capitán
Swing ofrecía uno de los experimentos sociológicos más asombrosos jamás visto:
«Negro como yo», el testimonio del primer militar y luego escritor de raza
blanca John Howard Griffin, que se instaló en Nueva Orleans para hacerse pasar
por negro y sentir en carne propia lo que era pertenecer a «la historia de los
perseguidos, los defraudados, los temidos y los detestados». En esa ciudad,
tras visitar a un dermatólogo, se aplicará un tinte y rayos ultravioletas para
oscurecer la piel y se mezclará en la calle con los afroamericanos; ese será su
mejor modo de sacar conclusiones sobre el racismo, impuesto desde la
legislación por los blancos. Nadie nota nada, y la experiencia queda plasmada
en una revista y en la televisión, poniendo su vida en juego ante los racistas
más recalcitrantes.
Griffin fue uno de los pocos blancos que
se involucró a fondo en la denuncia del acoso y marginación a los conciudadanos
negros en una época marcada por tres iconos paradigmáticos en la lucha por la
igualdad de los derechos civiles; una simple ciudadana, Rosa Parks, que se
había negado a levantarse de un asiento para dejárselo a un individuo blanco en
un bus de Alabama, en 1955, lo cual generó una manifestación y cambios legales
en contra de la segregación racial; un predicador politizado, Martin Luther King,
asesinado en 1968 y honrado hoy por su país cada tercer lunes de enero mediante
un día festivo; y el más complejo y distorsionante y vehemente, que haría de la
fe musulmana una bandera para enarbolar sus ideas –racistas contra los blancos,
dijeron muchos– y que, como en el caso del que fuera premio Nobel de la Paz en
1965, tendría un fin aciago y sangriento tras una vida juvenil increíblemente
sórdida y delictiva: Malcolm X.
El libro es «una autobiografía contada
por Alex Haley» (a la venta el próximo día 7); éste narra en un magnífico
apéndice cómo se interesó por conocer la llamada Nación del Islam, comandada
por el Honorable Elijah Muhammad y su principal ministro, Malcolm X, sobre el
que escribió en la Prensa, ganándose su confianza hasta el punto de aceptar la
propuesta de preparar al alimón un libro biográfico del que se calificaba a sí
mismo como «el negro más enfurecido de Estados Unidos». Así, Malcolm X iría
visitando a Haley diversas noches a la semana para hablar y dictar recuerdos.
Por entonces, el líder convertido al islam sentía que algunos otros miembros de
la organización de la que le acababan de expulsar –además, desahuciándolo de la
casa que le habían concedido para él y su familia– le acabarían asesinando:
musulmanes negros celosos del favoritismo que había disfrutado, de su
importancia ascendente e influencia en todo el mundo, y por saber muchas cosas
que podría desvelar, algunas sobre la vida mundana hipócrita y falsa del orador
al que tanto idolatrara y que no hacía precisamente lo que predicaba. Incluso
dijo tener una lista de los que, en los próximos cinco días (era febrero de
1965), iban a matarle.
Tal cosa ocurrió en una sala de baile de
Manhattan donde estaba dando un mitin: Haley hace la crónica de aquellos
momentos en que tres hombres se levantaron de la primera fila, lo apuntaron y
dispararon dieciséis veces, frente a su mujer e hijos. Era el tremebundo
destino de alguien para el que las calles y la prisión habían sido, dijo, el
lugar donde encontrar la verdad. El libro, en verdad sensacional, inexcusable
para quien guste del género biográfico, abarca esas dos vidas, la callejera y
carcelaria, más la consagrada a difundir el credo islámico; cada una es
consecuencia de la anterior, y la primera, resultado de su vida atribulada como
hijo de una mujer que perdería el juicio y de un padre agresivo –y «ministro
ambulante»– con toda su prole menos con él y que sería asesinado brutalmente
cuando Malcolm tenía seis años. Luego, vendrá la pobreza, una nueva familia que
lo acoge, un reformatorio a los trece años, el trato con su hermanastra de
Boston y que será crucial para él cuando vaya allí de adolescente.
La intensidad con la que Malcolm X va
desgranando cada detalle de su increíble trayectoria es la misma que le
serviría para ocuparse las veinticuatro horas del día en dirigir su ataque
dialéctico tanto a la «integración» del negro, que veía ominosa por venderse a
las exigencias de los blancos, como a «esos negros cristianos que tienen el
cerebro lavado». Como bien dice en la «Presentación» el reportero del «The New
York Times» M. S. Handler, al rememorar su primer encuentro con Malcolm X: «La
burguesía negra –los negros «establecidos»– aborrecía y temía a Malcolm tanto
como él la despreciaba».
Cada página es una sorpresa: surgen en
ellas, cuando Malcolm X vive en Boston, los primeros escarceos sexuales y los
éxitos como bailarín de discoteca, un oficio de limpiabotas y los trapicheos
iniciales con drogas y prostitutas. Y luego, ya en Harlem, un trabajo en el
ferrocarril, la amistad con las mejores cantantes (Dinah Washington, Billie
Holiday, etc.), hasta convertirse en «uno de los peores y más depravados
parásitos delincuentes de los ocho millones de almas que pueblan Nueva York».
El robo y la tenencia de armas, el proxenetismo y el tráfico y la adicción a
las drogas llenarán los años de juventud del nacido bajo el nombre de Malcolm
Little; también la cárcel, durante siete años, pues, ávido de conocimiento, lee
y construye su duro activismo basado en sus contactos por carta con Elijah
Muhammad. Sólo su viaje a La Meca, en abril de 1964, descrito aquí con gran
minuciosidad, le hará moderar un discurso en el que dejará de ver al hombre blanco
malo «per se». Pero su nuevo enfoque en el atril quedará inconcluso, acallado
por las balas y el fanatismo más intolerante.
Publicado en La Razón, 30-IV-2015