jueves, 14 de mayo de 2015

El deber del poeta de recordar

Uno de los criados de Johann Wolfgang Goethe abre la puerta de su gran casa de Weimar, donde el célebre escritor reside desde 1775, un año después de publicar el “Werther”. Por los pasillos hay lienzos, grabados, esculturas. En una de las estancias anoche se celebró un recital de música, esta mañana el archiduque ha visitado al venerable poeta, mañana lo hará un filólogo, un científico, un dramaturgo, seguirán llegando cartas de toda Europa. Goethe permanece sentado, recibe al visitante con cordialidad y empiezan a charlar de literatura, sentimientos, política, religión. Nada de lo humano es ajeno al padre de la literatura alemana, como le definió Walter Scott en una carta.

Ese que entra en casa de Goethe y conversa con él se llama Johann Peter Eckermann, un joven que entablará tan profunda amistad desde 1823 con el escritor que será elegido por éste como el editor de su legado literario. Hasta 1832, llevará un diario sobre sus encuentros con Goethe, su familia, sus amigos y conocidos: las “Conversaciones con Goethe en los últimos años de su vida”, que Nietzsche calificará como “el mejor libro alemán que existe”. Rüdiger Safranski cree que el filósofo exagera en la página 584 de esta soberbia biografía con la que también, en cierto modo, pretende hacer lo mismo que Eckermann: penetrar en la vida y pensamiento del genio hasta darnos su voz, su enamoramiento, su vanidad, su humor, su talento. Para ello no se apoya apenas en Eckermann, prefiriendo la autobiografía del propio artista, “Poesía y verdad”, cuya escritura le acompañaría años y años, al igual que el “Fausto”, así como una gran cantidad de testimonios en forma de epistolarios y semblanzas diversas.

Eckermann asiste a ese último periodo de la vida de Goethe, el de la “La elegía de Marienbad”, poetización del amor tardío que el escritor, ya viudo, en 1823 y a los setenta y cuatro años, sintió por una chica de diecinueve que rechazaría su propuesta de matrimonio. Safranski, que el año pasado publicó un estupendo ensayo sobre la relación de profunda amistad entre Goethe y Schiller, se lanza al gran reto de biografiar una vida extensa y de creación prolífica, que alcanzó todos los géneros literarios y tuvo entre otros intereses la investigación de la naturaleza, dando obras como el “Ensayo sobre la metamorfosis de las plantas” y la “Teoría de los colores”. Un astro intelectual que, avatares del destino, casi no viene al mundo, pues está a punto de morir al nacer, y que va a disfrutar de un bienestar social y familiar con el que poder entregarse a sus dos pasiones: el arte y la seducción.

Safranski recorre los pasos del joven estudiante, ya con un grado de pedantería considerable, y todos sus intentos de atraer la atención de las mujeres, primero en su natal Frankfurt y luego en Leipzig, donde acude para estudiar derecho, sintiéndose de continuo inundado de versos, sin ser capaz de contener su alud de ideas artísticas. “No sólo se le da bien la poesía, poetiza también la vida”, afirma Safranski, que muestra cómo se convierte en una estrella literaria desde muy pronto, con sus obras “Götz” y “Werther”; es Goethe “el poeta decisivo de su generación”, un “autor admirado, envidiado” que tiene plena conciencia de su relevancia y que obtiene fama en toda Europa. El biógrafo, que se detiene a analizar lo que representa cada obra escrita en la obra de su protagonista, establece una vinculación entre los sucesos históricos a los que Goethe está atento y su reacción intelectual ante ellos. Por eso, Safranski explica que para Goethe la Revolución Francesa “es un terrible suceso elemental, una especie de catástrofe de la naturaleza en el mundo político, la irrupción de un volcán”, y emparenta esta consideración con el hecho de que Goethe, en aquellas fechas en torno a 1789, se ocupara del vulcanismo y el neptunismo.

Una mirada audaz esta de suponer, con lupa psicológica, cómo a Goethe “lo paulatino le atría, lo súbito y violento del acontecer volcánico le repugnaba, tanto en la naturaleza como en la sociedad”. Y es que estamos frente a un amigo de lo evolutivo, a un enemigo de lo revolucionario, apunta Safranski; por eso, Goethe trata de evolucionar en su senda de artista en el marasmo sociopolítico que el continente está viviendo: «Mientras en todas partes se piensa en el cambio del mundo, Goethe se esfuerza por el cambio de sí mismo. Él sabe que en el arte tiene genio, lo que quisiera aprender mejor es el “arte de la vida”». El concepto, que da pie al título de la biografía, es clave para un hombre de erudición inagotable y gran sentimentalidad: no sólo por lastrar lo que él mismo denominó melancólicamente “tedio vital” en muchas etapas de su existencia, sino por su temple enamoradizo y entrega a la amistad, sobre todo con Schiller, cuya muerte, en 1805, le resulta devastadora.

Tanto es así, que constituye para él “una despedida de un periodo artístico, de una época áurea en la que, durante un breve periodo, el arte había pertenecido no sólo a las cosas bellas, sino también a los asuntos más importantes de la vida”. Acababa de volver de Italia, donde había renovado la confianza en su obra, decidiendo concebir sus proyectos dedicándose tanto a las ciencias como al arte, de manera que estas actividades “se estimularan entre sí”. Schiller, tan distinto a él y a la vez tan complementario, le ayudaría a esa empresa. Después, se sumaría en el “estado vacío”, según sus palabras; pero resucitaría literariamente con una nueva perspectiva: la del deber de recordar lo vivido.


Publicado en La Razón, 7-V-2015