sábado, 23 de mayo de 2015

La última conjura de John Kennedy Toole

El epígrafe que le sirvió a John Kennedy Toole para presentar su novela «La conjura de los necios» bien pudiera esconder lo que el autor pensaba de sí mismo en relación con su entorno intelectual. La frase en cuestión la extrajo de Jonathan Swift: «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede identificárselo por este signo: todos los necios se conjuran contra él». Toole se suicidó en 1969 sin conseguir ver publicada su obra, que aparecería en 1980 después de que su propia madre convenciera a un profesor universitario de que aquel manuscrito que le confiaba era una obra maestra. La leyenda de un Toole apesadumbrado por las negativas editoriales es atractiva, pero seguramente no todo fue tan simple: el autor padecía paranoia, aunque aquel 26 de marzo que eligió para morir, junto al río Mississippi, tuvo la serenidad suficiente para detener su vehículo en un lugar tranquilo en los alrededores de Biloxi, conectar un trozo de manguera al tubo de escape, meter el otro extremo por la ventanilla y esperar a que la asfixia acabara con él.

El joven investigador Cory MacLauchlin trata de aclarar todos los enigmas del escritor de Nueva Orleans ahondando en, como reza el subtítulo, «La vida trágica de J. K. Toole y la extraordinaria historia de “La conjura de los necios”». René Nevils y Deborah Hardy, en la primera y demasiado sensacionalista biografía del autor, no traducida, «Ignatius Rising: The Life of John Kennedy Toole» (2001), ya explicaron cómo empezaría a padecer síntomas depresivos, accesos paranoicos y una tendencia a la bebida que le haría caer en picado; ahora, el lector en lengua española ya tiene por fin una manera excelente de acercarse al creador de la historia del que se ha convertido en uno de los antihéroes más logrados de toda la historia, el voluminoso, engreído y ocioso Ignatius Reilly, que aparece sin quitarse jamás su gorra orejera, eructando de forma monstruosa continuamente e insultando a todos al sentirse atacado e incomprendido. MacLauchlin nos lleva a la apasionante Nueva Orleans de los años treinta, que se abría a lo turístico, lo universitario y lo cultural, y aporta testimonios sobre el pequeño John Kennedy, ya desde bebé, para al instante darnos a entender que estamos ante una «genialidad sin límite», como diría su madre, quien lo introduciría en ambientes teatrales y presumiría de la inteligencia de su hijo hasta la saciedad.

Estudiante prodigio, ingenioso y divertido, con dotes como actor e imitador y gran bailarín, Toole, que destaca también en matemáticas y hereda de su padre el amor por los coches, lo que le lleva en primera instancia a decantarse por estudiar ingeniería, se hace escritor, concibe «La conjura de los necios» por así decirlo, ya de niño y adolescente, cuando muy pronto, en una época en la que «un especialista en el campo de los estudios literarios ya lo había reconocido como erudito en ciernes». Y es que el joven Toole pronto demuestra interés por «la filosofía medieval y un creciente resentimiento por la América moderna», explica MacLauchlin: los dos elementos capitales de su obra maestra, con un Ignatius (el biógrafo habla de la persona real que inspiró el rocambolesco personaje) que, en medio de su dedicación, como dice la novela, a «una obra crítica de gran importancia» que redacta de vez en cuando y en la que se pone a la altura de Boecio, afirma cómo «habría que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto y decencia». El gusto por el sarcasmo en Toole, vemos, se cimentará de jovencito, cuando haga unas tiras cómicas para un periódico de Nueva Orleans que dan «fe de su vena satírica, versátil y cáustica», según MacLauchlin, y como estudiante universitario en Tulane y luego en Nueva York (tiene una beca para Columbia), cuando desarrolló una interpretación medieval de la vida, la regida por el «destino y la fortuna» en los antípodas de la visión norteamericana del pragmatismo puro.

Ese andamiaje filosófico y esa postura crítica del presente con premisas de otras épocas confluirán en el genio de Toole de forma imponente, coincidiendo con el periodo de servicio militar, en Puerto Rico, en calidad de profesor de inglés para nativos de la isla; en un momento dado del primer trimestre de 1963, «se dio cuenta de que se encontraba en un lugar ideal para escribir. Tenía una habitación propia, mucho tiempo libre y un sueldo a fin de mes». Su viejo sueño de convertirse en escritor estaba al alcance de la mano; consiguió que le prestaran una máquina de escribir (el título de la biografía está sacado de un poema inédito de Toole que habla de una mariposa aplastada con una tecla) y emprendió la escritura de «La conjura de los necios», de modo que todo alrededor se desvaneció y «desde los recovecos de la memoria se abrió el inmenso catálogo de personajes que Toole había ido reuniendo durante dos décadas». Todos para urdir una historia que pusiera el acento en «el absurdo de la condición humana», asevera MacLauchlin.

Diez años atrás, Toole había escrito la increíblemente buena, para haberla hecho con quince o dieciséis años, «La biblia de neón», otra obra magistral que debería destacarse mucho más. Pero cómo pedir tal cosa si «La conjura de los necios» aún está ausente de muchos manuales de narrativa norteamericana y sólo vería la luz once años después de la muerte de su autor. MacLauchlin sigue el proceso mental que llevaría a Toole a obsesionarse con su libro, consciente de su grandeza, y a cómo se iría encerrando «aún más adentro del laberinto», tomando como única salida matarse, sin poder prever que su obra lo acabaría resucitando.


Publicado en La Razón, 14-V-2015