El epígrafe que le sirvió a John Kennedy
Toole para presentar su novela «La conjura de los necios» bien pudiera esconder
lo que el autor pensaba de sí mismo en relación con su entorno intelectual. La
frase en cuestión la extrajo de Jonathan Swift: «Cuando en el mundo aparece un
verdadero genio puede identificárselo por este signo: todos los necios se
conjuran contra él». Toole se suicidó en 1969 sin conseguir ver publicada su
obra, que aparecería en 1980 después de que su propia madre convenciera a un
profesor universitario de que aquel manuscrito que le confiaba era una obra
maestra. La leyenda de un Toole apesadumbrado por las negativas editoriales es
atractiva, pero seguramente no todo fue tan simple: el autor padecía paranoia,
aunque aquel 26 de marzo que eligió para morir, junto al río Mississippi, tuvo
la serenidad suficiente para detener su vehículo en un lugar tranquilo en los
alrededores de Biloxi, conectar un trozo de manguera al tubo de escape, meter
el otro extremo por la ventanilla y esperar a que la asfixia acabara con él.
El joven investigador Cory MacLauchlin trata
de aclarar todos los enigmas del escritor de Nueva Orleans ahondando en, como
reza el subtítulo, «La vida trágica de J. K. Toole y la extraordinaria historia
de “La conjura de los necios”». René Nevils y Deborah Hardy, en la primera y
demasiado sensacionalista biografía del autor, no traducida, «Ignatius Rising:
The Life of John Kennedy Toole» (2001), ya explicaron cómo empezaría a padecer
síntomas depresivos, accesos paranoicos y una tendencia a la bebida que le
haría caer en picado; ahora, el lector en lengua española ya tiene por fin una
manera excelente de acercarse al creador de la historia del que se ha
convertido en uno de los antihéroes más logrados de toda la historia, el
voluminoso, engreído y ocioso Ignatius Reilly, que aparece sin quitarse jamás
su gorra orejera, eructando de forma monstruosa continuamente e insultando a
todos al sentirse atacado e incomprendido. MacLauchlin nos lleva a la
apasionante Nueva Orleans de los años treinta, que se abría a lo turístico, lo
universitario y lo cultural, y aporta testimonios sobre el pequeño John
Kennedy, ya desde bebé, para al instante darnos a entender que estamos ante una
«genialidad sin límite», como diría su madre, quien lo introduciría en
ambientes teatrales y presumiría de la inteligencia de su hijo hasta la
saciedad.
Estudiante prodigio, ingenioso y divertido,
con dotes como actor e imitador y gran bailarín, Toole, que destaca también en
matemáticas y hereda de su padre el amor por los coches, lo que le lleva en
primera instancia a decantarse por estudiar ingeniería, se hace escritor,
concibe «La conjura de los necios» por así decirlo, ya de niño y adolescente,
cuando muy pronto, en una época en la que «un especialista en el campo de los
estudios literarios ya lo había reconocido como erudito en ciernes». Y es que
el joven Toole pronto demuestra interés por «la filosofía medieval y un
creciente resentimiento por la América moderna», explica MacLauchlin: los dos
elementos capitales de su obra maestra, con un Ignatius (el biógrafo habla de
la persona real que inspiró el rocambolesco personaje) que, en medio de su
dedicación, como dice la novela, a «una obra crítica de gran importancia» que
redacta de vez en cuando y en la que se pone a la altura de Boecio, afirma cómo
«habría que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se
destruya a sí mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría,
necesitan buen gusto y decencia». El gusto por el sarcasmo en Toole, vemos, se
cimentará de jovencito, cuando haga unas tiras cómicas para un periódico de
Nueva Orleans que dan «fe de su vena satírica, versátil y cáustica», según
MacLauchlin, y como estudiante universitario en Tulane y luego en Nueva York
(tiene una beca para Columbia), cuando desarrolló una interpretación medieval
de la vida, la regida por el «destino y la fortuna» en los antípodas de la
visión norteamericana del pragmatismo puro.
Ese andamiaje filosófico y esa postura
crítica del presente con premisas de otras épocas confluirán en el genio de
Toole de forma imponente, coincidiendo con el periodo de servicio militar, en
Puerto Rico, en calidad de profesor de inglés para nativos de la isla; en un
momento dado del primer trimestre de 1963, «se dio cuenta de que se encontraba
en un lugar ideal para escribir. Tenía una habitación propia, mucho tiempo
libre y un sueldo a fin de mes». Su viejo sueño de convertirse en escritor
estaba al alcance de la mano; consiguió que le prestaran una máquina de
escribir (el título de la biografía está sacado de un poema inédito de Toole
que habla de una mariposa aplastada con una tecla) y emprendió la escritura de
«La conjura de los necios», de modo que todo alrededor se desvaneció y «desde
los recovecos de la memoria se abrió el inmenso catálogo de personajes que
Toole había ido reuniendo durante dos décadas». Todos para urdir una historia
que pusiera el acento en «el absurdo de la condición humana», asevera
MacLauchlin.
Diez años atrás, Toole había escrito la
increíblemente buena, para haberla hecho con quince o dieciséis años, «La
biblia de neón», otra obra magistral que debería destacarse mucho más. Pero
cómo pedir tal cosa si «La conjura de los necios» aún está ausente de muchos
manuales de narrativa norteamericana y sólo vería la luz once años después de
la muerte de su autor. MacLauchlin sigue el proceso mental que llevaría a Toole
a obsesionarse con su libro, consciente de su grandeza, y a cómo se iría
encerrando «aún más adentro del laberinto», tomando como única salida matarse,
sin poder prever que su obra lo acabaría resucitando.
Publicado en La Razón, 14-V-2015