Tardía pero contundente y de inapelable éxito, tanto de crítica como de público. Así fue la acogida de la obra de James Salter en los últimos lustros, tanto en Estados Unidos como en Europa; en especial, en España, donde fue obteniendo una reputación entre diferentes generaciones que lo auparon, no a una de esas famas rutilantes donde entra el arte hiperbólico de la mercadotecnia editorial, pero sí a eso que se da en llamar autor de culto. Sobre todo entre sus colegas: desde Antonio Muñoz Molina –que destacó su pequeño cuento “La última noche”, que corta el aliento, y afirmó haberse pasado toda una noche leyendo su cuarta novela, “Años luz”– al escritor ovetense Ignacio del Valle, impulsor de una plataforma que organizó la candidatura de James Salter para el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2015, la legión de admiradores del narrador neoyorquino no ha dejado de incrementarse.
Muñoz Molina, ganador del premio asturiano en el año 2013, se hubiese congratulado sin duda al ver a Salter recibiendo otro homenaje, que se hubiera añadido al recientemente creado Premio Windham Campbell, dotado con 150.000 dólares, por “Todo lo que hay” (publicada en nuestro país el año pasado). Era la primera novela de Salter en treinta y cinco años tras consagrarse a la narrativa corta. Tal novedad sería la eclosión de un artista que hasta finales de los ochenta no tendría los parabienes que su obra merecía; una creación intensa, donde el trasfondo erótico, y los silencios y las intuiciones, son clave para penetrar en los personajes. Salter es un caso palmario de que no es necesario firmar ni muchos libros ni novelas aparentemente ambiciosas desde el punto de vista estructural o temático. Su trayectoria se asienta, fundamentalmente, en siete libros sobrios y sencillos, al margen de otras incursiones en el campo de la poesía, en la autobiografía –“Quemar los días” (1997)–, y en lo que le dio de comer: los guiones de cine.
Para rematarlo, su caso está en los antípodas de aquellos glamurosos de tantos compañeros de oficio que pudieron consagrarse a la escritura y tener desde el comienzo un camino con facilidades de publicación y vida acomodada. A Salter le rechazarían su novela “Juego y distracción” (1967), por ejemplo; pero no fue un tipo que se achantara ante la adversidad, sino todo un hombre de acción: piloto de aviones en Filipinas y Japón, y ya como teniente, en Hawái, y comandante en Alemania y Francia, todo lo cual le inspiraría “Pilotos de caza” (1956), sobre la guerra de Corea, que tuvo una adaptación fílmica. Precisamente, al año siguiente de publicarse esta obra, Salter abandonaría el ejército y la literatura quedaría bendecida: “Maestro en el arte de lo preciso y lo accidental”, “un estilo único y poderoso, meridianamente claro, que huye de la grandilocuencia (...) encaminado a comprender la vida, la condición humana”, escribió acertadamente Del Valle de un Salter que ya tiene los mejores premios: el de gozar de lectores por doquier y el de la posteridad.
Publicado en La Razón, 21-VI-2015