De la máxima
acción al más puro sedentarismo; de vivir en un país hostigado por todo tipo de
problemas a la placentera cotidianidad aislada en el campo inglés; de un intento
juvenil de suicidio por sufrir un desamor a un matrimonio sin aspiraciones pero
largo y fructífero. Joseph Conrad es un ejemplo de dos vidas dentro de una
misma vida: los hechos, los viajes por los océanos, fueron sustituidos por un
escritorio. El primer obstáculo fue la orfandad: en la región ucraniana de Polonia donde había nacido en 1857, entonces
ocupada por el ejército ruso, sus padres se habían consagrado a la lucha por la
liberación, lo que les llevaría a ser condenados a trabajos forzados en Rusia y
a morir en el exilio. Un tío, entonces, se ocupa del pequeño Teodor
Josef Konrad Korzeniowski, en Kiev y Cracovia.
El futuro es incierto, tanto que merece una huida: en 1874, ya ha subido
a un barco mercante que parte desde Marsella hacia España con un cargamento de
armas para los carlistas, y cuatro años más tarde es parte integrante de la
flota inglesa. En esa existencia marina se va a ir formando como persona;
observa, enfrente cada día, la manifestación del bien y del mal, la miseria y
la esperanza, la decisión y el azar. ¿Escribe durante esos años, hasta que los
achaques le acaban por retirar de los barcos, en 1894? ¿Aprovecha para leer a
sus admirados Flaubert y Maupassant? ¿Qué revelación, qué seguridad en su
propio destino le lleva a inclinarse por la escritura narrativa a los treinta y
siete años? Hasta su muerte, en 1924, le esperan trece novelas, dos libros de memorias y
veintiocho cuentos; una de esas obras, las quinientas páginas de «Salvamento»,
lo acompañarán veintitrés años como una obsesión, en una reescritura mezclada
de bloqueos creativos y prórrogas que se impone.
He ahí el
lado más inquietante de una personalidad por lo demás exquisita: una
irritabilidad, una autoexigencia creativa, que le conduce a una tensión
doméstica continua contrasta con lo que dijo Virginia Woolf, quien se refería a
un hombre «con los modales más perfectos, los ojos más brillantes, y hablaba
inglés con un fuerte acento extranjero». La escritora apuntó que Conrad fue el
autor con mayor reputación de su tiempo en Inglaterra, aunque no llegara a ser
popular, y afirma: «En Conrad no hay nada coloquial, no hay nada íntimo, y no
hay ni rastro del sentido del humor, al menos según se entiende en Inglaterra.
Y todos estos son importantes reveses en el caso de un novelista». Y
ciertamente, qué decir de la densa solemnidad de «El corazón de las tinieblas»
(1902), «acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha
labrado», según Jorge Luis Borges, un libro tan extraño como susceptible de
diversas y atemporales interpretaciones. (De este año es también «Tifón», según
Malcolm Lowry uno de los relatos cortos mejor escritos de todos los tiempos.)
La lejanía colonial
Precisamente, las citadas y veintisiete historias
más se reúnen en “Narrativa breve completa”, con traducción de Andrés Barba y
Carmen M. Cáceres, una gran iniciativa de la editorial Sexto Piso que ocupa más
de mil quinientas páginas. El autor, así pues, sigue presente y renovando
lectores gracias a las constantes traducciones de sus libros de aventuras
exóticas y psicológicas. Detrás de ello se esconde, además, una personalidad modesta y elegante que merece la pena
recuperar en estos tiempos llenos de caracteres artísticos vanidosos –rechazaba
las confesiones sentimentales y recelaba de escritores impulsivos como
Dostoievski–, como se aprecia en «Crónica personal», memorias en que explica
cómo se decantó por la lengua inglesa y no por el polaco –su nombre original
era Józef Teodor Konrad Korzeniowski– o el francés (también sabía alemán y
ruso) ya desde su primera novela, «La locura de Almayer» (1895), dejando caer
esta hipótesis: «De no haber escrito en inglés nunca habría escrito
ni una sola palabra».
Bendita decisión. Lo hizo de forma insuperable en esas narraciones
breves, hoy al alcance en un solo volumen, en las que la inseguridad humana en
el propio hogar recibe un tratamiento delicado y hondo, como en el cuento largo
“El regreso”, que recrea cómo un hombre encuentra una carta de su mujer anunciando
que lo abandona; pero sobre todo escribió relatos de trasfondo marino y
colonialista, como el tríptico “Entre tierra y mar”, cuyo nexo común son los
mares del Índico; Josep Pla comentó este
aspecto así: «Nadie como él ha transmitido la angustia que producen
determinados parajes de la Tierra. La lejanía colonial, la tenacidad colonial,
callada y muda, por otro lado, ha sido contada por Conrad con léxico de poeta.
Es siempre lo mismo: la mezcla de lo angélico y lo diabólico». Al cenit de tal
cosa llegará Conrad con el viaje de Kurtz y Marlow, lleno de paisajes de
tinieblas que en el fondo, y con sólo un puñado de páginas, llega al corazón
del alma humana.
El amor por las letras
A este respecto, hay un precioso pasaje del propio Conrad en
su «Crónica personal» (1909) donde reconoce que una vida como la suya, en sus
inicios, en primera instancia tan alejada de los ambientes intelectuales, «no
constituye la mejor de las preparaciones para dedicarse a la vida literaria».
Pero entonces, se corrige: «Tal vez no debiera haber empleado la palabra
“literaria”. Dicha palabra presupone un íntimo conocimiento de las letras, una
mentalidad y un sentimiento de los que no me atrevo a declararme en posesión.
Tan sólo amo las letras, bien que el amor por las letras no hace de nadie un
literato, así como tampoco el amor por el mar hace de nadie un marino». Qué
escritor, en verdad, ha sabido compenetrarse de forma tan profunda y delicada,
mediante la ficción literaria, con el misticismo del mar y con los antihéroes
que lo transitan, de Londres a Australia, y muy especialmente por ciertos
rincones de África y Centroamérica.
Considerando
las constantes traducciones de sus obras, sus renovados lectores, Conrad sigue
presente gracias a todo estos libros de aventuras tan exóticas como
psicológicas, y la grandeza de su narrativa ha generado una influencia tan
positiva como, incluso, negativa: en una entrevista de José Martí Gómez a
Norman Sherry, el biógrafo de Graham Greene –éste lo eligió para tal empresa
exclusivamente porque Sherry era el autor de una biografía de Conrad–, habló de
cómo «algunos libros de Conrad fueron desastrosos para Greene»; fue el caso de
«“El corazón de las tinieblas”, que Greene siempre aspiró a escribir. Siempre
soñó con escribir algo comparable a esa obra». Por supuesto, tal intento
imitativo fue un fracaso, y el escritor, que reconoció esa «influencia
desastrosa», se obligó a no leer a su ídolo durante treinta años. Es esta
vigencia de sus obras –cabe recordar la existencia de un libro muy particular que
arroja luz a su obra a partir de sus propias reflexiones, “Nota de autor. Los
prólogos de Conrad a sus obras” (Ediciones La Uña Rota, 2013)– lo que nos
llevaría a parafrasear el leitmotiv bíblico del narrador de «Lord Jim» (1900)
–su mejor obra, según muchos entendidos–, para decir, finalmente, que «Conrad
es todavía uno de los nuestros».
Publicado en La Razón, 28-VII-2015