Una de las obras más alabadas de Edgar Lawrence Doctorow, “Homer y Langley”, está inspirada en la vida de dos hermanos muy famosos en su época, los Collyer, encontrados muertos por la policía en 1947, en su mansión de la Quinta Avenida; lo curioso es que, tras derribar la puerta, los agentes se encontraron con tantas toneladas de objetos acumulados –libros, miles de papeles y periódicos, pianos, incluso un coche– que tardarían muchos días en encontrar los cadáveres. Se trataba de una historia legendaria que el autor, fallecido ayer a los ochenta y cuatro años a causa de un cáncer de pulmón, en Manhattan, recordaba de la adolescencia, cuando la fortaleza de los hermanos, uno de ellos ciego y el otro entregado a cuidarle sin salir de casa, era conocida por los vecinos y curiosos. Pues bien, esa obra puede representar atinadamente la quintaesencia de la mirada narrativa que imprimió a sus historias Doctorow: tomar la realidad histórica y modificarla hasta que lo novelístico surja beneficiado, en este caso alargando los años de existencia de los Collyer y ubicándolos en otro lugar de la ciudad, frente al Central Park, haciendo de los personajes el trasfondo de una época de Estados Unidos marcada por el jazz, la inmigración o los gánsteres.
Abundando en lo dicho: «Una novela puede nacer en tu cabeza en forma de imagen evocadora, fragmento de conversación, pasaje musical, cierto incidente en la vida de alguien sobre el que has leído, una ira imperiosa, pero, sea como sea, en forma de algo que propone un mundo con significado. Y por tanto el acto de escribir tiene carácter de exploración. Escribes para averiguar qué escribes», dejó dicho Doctorow en el prefacio de «Todo el tiempo del mundo». Si abriéramos las puertas de la narrativa de este autor criado en el Bronx e hijo de emigrantes judíos rusos, las toneladas de ideas y páginas noveladas guardarían ese anhelo por insuflar de significado el mundo propio de la fabulación que entronca con la historia y la sociedad palpables. Reacio a las etiquetas, para Doctorow esa era precisamente la misión del escritor: acoger todo lo circundante sin fronteras ni límites. Pudo así enfrentarse a escritos de variada temática e intenciones artísticas: desde “Cómo todo acabó y volvió a empezar”, sobre un pueblo del lejano Oeste a donde llega un sociópata con el fin de robar, asesinar y violar por doquier, a “Ragtime”, que recrea el tiempo previo a la Gran Guerra, tan importante frente a los cambios de orden político, sociológico o literario que el siglo iba a vivir.
Doctorow se graduaría en 1952, trabajaría en la Universidad de Columbia y sería llamado a filas como parte del Ejército estadounidense en Alemania. A su vuelta, el destino le depararía diversos empleos en el mundo editorial y un éxito como novelista gradual y ascendente. En los años sesenta y comienzos de los setenta, escribe obras como “El hombre malo de Bodie”, la mencionada “Cómo todo acabó…” y “El cerebro de Daniel”, que se acabarían traduciendo al español hace poco tiempo. Pero es “Ragtime” la que, con la obtención del premio National Book Critics Circle –le acompañará una adaptación al cine por parte de Milos Forman, en 1981–, le catapulta a un puesto de honor de las letras norteamericanas del que no se bajará. Esa distinción desde el mundo de la crítica volvería a recibirla por “Billy Bathgate” (1989), llevada a la gran pantalla por Robert Benton (con Nicole Kidman, Dustin Hoffman y Bruce Willis) y que recrea los sindicatos del crimen de las décadas de 1920 y 1930, y también por “La gran marcha” (2005), sobre cómo en 1864 el general que había destrozado Atlanta en plena Guerra de Secesión, el unionista Sherman, emprende su marcha hacia el mar junto con sesenta mil soldados y miles de esclavos liberados.
El seguidor de este “maestro de la ficción histórica”, como se le ha llamado, a veces experimental, a veces humorístico, siempre incisivo en sus tramas y disquisiciones ensayísticas –ahí están sus recopilaciones en nuestra lengua “Poetas y presidentes” (1996) y “Creadores: ensayos seleccionados, 1993-2000” (2007), tendría al alcance su último libro el año pasado, “El cerebro de Andrew”. Una novela en la que el protagonista se dirige, para contarnos sus desvelos amorosos o sus momentos más dramáticos, a un interlocutor indefinido que acaba siendo cualquiera de nosotros; no en vano, con su prosa envolvente nos obligará a cuestionar un nutrido abanico de prejuicios, consiguiendo con ello, como dijo otro grande de las letras estadounidenses, Don DeLillo, desarrollar un tema que lleva su copyright y que se sitúa en ese fluir de la realidad mayor a la realidad de la gente de a pie, que al fin y al cabo levanta todo un país: “El alcance del concepto de lo posible en Estados Unidos, en que cabe que vidas ordinarias adopten la cadencia que marca historia''.
Publicado en La Razón, 23-VII-2015