jueves, 16 de julio de 2015

Los ángeles fantasmales

Apenas es un texto de ciento cincuenta páginas, pero se trata de una de las novelas cortas más perfectas que cabe leer: «Pedro Páramo» (1955). Su autor, Juan Rulfo, quien dijo haber cambiado la estructura del texto a partir de una primera versión quitando, como dijo en una entrevista, «lucubraciones de autor» y «teniendo en cuenta al lector como coautor», hasta hacer una definitiva que pasaría a la historia de la literatura, resultó ser la quintaesencia de la innovación literaria con solamente ese libro y otro de cuentos de tono realista, «El llano en llamas» (1953). Su técnica narrativa estaría influida por el montaje cinematográfico y el «flashback» –Rulfo, además de ser fotógrafo, también firmó algún que otro cortometraje– y gobernada por el deseo de mitificar la realidad. Pero desde la ultratumba.

Porque el protagonista de «Pedro Páramo» son los muertos, que «viven» formando un pueblo de fantasmas: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plano de prometerlo todo», dice el enigmático primer párrafo. Juan Preciado, el visitante que acude a Comala, a un Hades, a un «inferno» a ras de tierra, está ligado a las primeras leyendas: es un «joven Telémaco que inicia la contra-odisea en busca de su padre perdido», como afirmó Carlos Fuentes. Así, el mundo que descubre el órfico Juan es idéntico al real, salvo por el hecho de que está constituido por muertos. Lo cual no extrañó necesariamente a la crítica especializada pues, no en vano, el folclore mexicano está lleno de fantasmas que se pasean en los cementerios y en las calles de los pueblos perdidos, y la propia obra de Rulfo bebería de esa tradición oral, que hace frontera con el género fantástico.

La reescritura de unos versos

El enigma de la corta producción literaria de Rulfo daría pie a mil disquisiciones. Con dos delgados libros había llegado a la mayor de las excelencias artísticas, y no hubo entrevista con Rulfo sin que surgiera la pregunta de si tenía en mente o estaba escribiendo un nuevo relato. Al final, en unas declaraciones de 1981, Rulfo dejaba claro que no se trataba de silencio: «Ha sido simplemente que no he tenido tiempo de dedicarme a todas estas cosas, a las mías, propias. La culpa no la tiene nadie. Se trata de esta, tan generalizada y simple, necesidad económica de mantener una familia». Al parecer, su empleo en el Instituto Nacional Indigenista no le facilitaba el tiempo libre suficiente para escribir (desde 1955 sólo creó doscientas páginas de una novela que destruiría, «La cordillera»). Por todo ello, cualquier texto que firme y se pueda catalogar de novedoso, despierta la mayor atención.

Es el caso de las «Elegías de Duino», el conocido poemario de Rainer Maria Rilke (Praga, 1875-Montreux, 1960) ahora con una traducción muy singular del autor del estado de Jalisco ─tras transcribir los versos y basar su versión en tres traducciones (de Gonzalo Torrente Ballester, Mechthild von Hesse Podewils y el español exiliado en México Juan José Domenchina─ y que recuperaron las investigadoras Guadalupe Domínguez y Susy Rodríguez; éstas, en el año 2006 analizaron el trabajo rulfiano de no meramente traducción, sino «de una recreación, de una reescritura, de una nueva obra en sí misma», como dice Alberto Vital, de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el epílogo. «Todo ángel es terrible. Y no obstante / ─!desdichado de mí!─ / os invoco, casi mortales pájaros del alma, / sabiendo que existís», dice Rulfo en la segunda elegía de esta obra que Rilke escribió entre 1912 y 1922, un año antes, por cierto, de que visitara España. De ello ─de sus pasos por Toledo y Ronda, sobre todo─ se ha escrito mucho; de manera destacada y muy bellamente, Mauricio Wiesenthal en su «Libro de réquiems» (2004): «Su vida no era un camino de rosas: unos poemas inspirados, una filosofía angustiosa, una infancia perdida, una mujer abandonada y una hija que había traído al mundo con total irresponsabilidad», dice el escritor en el apartado «El ángel de Rilke».

Una obra llena de ángeles

El joven Rulfo, afirma Vital, entre 1944 y 1952 se nutrió de lecturas poéticas, como se desprende de la correspondencia mantenida con su entonces novia Clara, donde deja emerger un gran lirismo. Sin duda, la lectura de Rilke le atraería por ese descenso al mundo de los muertos que las «Elegías de Duino» poetizan, al tiempo que se preguntan qué es el hombre e incluso cuál es la misión del poeta. El simbolismo de los ángeles en estos versos ha sido mil y una veces estudiado y las traducciones y las biografías del autor se suceden, en especial por parte de su gran especialista Antonio Pau, responsable de libros como «Rilke en Toledo» y «Vida de Rainer Maria Rilke». En otro trabajo, el librito «Cuarenta y nueve poemas», Pau habla de la desgraciada existencia que Rilke sufrió en la época de la escritura de las «Elegías» (hacen referencia al castillo de Duino, cerca de Trieste, y a la princesa Maria von Thurn und Taxis, que apoyó al poeta durante los últimos años de su vida): «La Primera Guerra Mundial ─en que el poeta, ya cuarentón, fue movilizado─, la forzada estancia en Alemania, país por el que sentía abierta antipatía y en el que estuvo recluido durante un tiempo por su condición de apátrida tras la caída del Imperio Austrohúngaro…».

Todo ello quedará compensado por la culminación de esta serie de poemas, que quiere compartir con dos personas: Maria y la que fue su amante durante varios años, Lou Andreas Salomé, la escritora y psicoanalista rusa tan vinculada a Nietzsche. Son «dos cartas jubilosas, rebosantes de entusiasmo, casi con el mismo texto», explica Eustaquio Barjau en la introducción de «Elegías de Duino, Los sonetos a Orfeo y otros poemas» (2000), en las que se expresa de esta manera: «Pero ahora eso está listo, está listo, está listo. Amén. Es pues por esto por lo que he resistido, por lo que he pasado por todo. Por Todo. Y era esto lo que había que hacer. Sólo esto». Hacer poesía: el objetivo primordial de su vida, para lo cual sacrificó todo y lo llevó a cruzar Europa de punta a punta, a instalarse en París tras los pasos del escultor Auguste Rodin, que influye en su visión artística de forma definitiva, y a refugiarse en un torreón medieval de Suiza, concentrado en dar fin a una obra que la muerte selló a fines de diciembre de 1926, víctima de la leucemia, en el sanatorio de Val-Mont. Juan Rulfo era por entonces un niño de diez años que, sólo tres años antes, había sufrido la muerte de su padre, asesinado, y que va a sufrir al año siguiente la de su madre. Muertos precoces para un chiquillo huérfano en el mísero pueblo de Apulco, en el centro de México, que acabaría en un orfanato y que en su minúscula pero colosal obra literaria iba a describir vivos fantasmales y ángeles rilkeanos que aún hoy asombran y enternecen.


Publicado en La Razón, 12-VII-2015