Hace año y medio Paul
Theroux publicaba en español “En Lower River”, en la que recreaba su destino
favorito, África –a mediados de los sesenta ejerció de maestro en Malaui y
Uganda–, mediante un alter ego que había idealizado la aldea donde había
permanecido de joven durante cuatro años. Ese personaje regresaba en la novela
al continente negro tras un fracaso matrimonial y el declive de su negocio en
Boston, y ahora Theroux parece haber hecho algo parecido en esta crónica
viajera traducida por María Luisa Rodríguez Tapia y subtitulada “Mi safari africano
definitivo”, de tono lacónico, con
comentarios de un resentido que quiere alejarse de todo para consolarse en una
tierra que, sin embargo, ya no le ofrece lo que recordaba haber disfrutado. En
medio de la crisis que hunde la economía griega, como lee el protagonista en los
periódicos, Theroux inicia su periplo “feliz una vez más, de vuelta en África, el
reino de la luz”, con el deseo de complementar el viaje que le había inspirado “El safari de la estrella negra” –resultado
de recorrer el lado derecho de África desde El Cairo hasta Ciudad del
Cabo–, yendo esta vez “en una nueva dirección, por el lado izquierdo, hasta que
llegase al final del camino, o en la realidad o en mi cabeza”.
Las razones para ello, la de huir de la gente
frívola, la de alejarse de lo que parece preocupar al mundo entero –el dinero,
los mercados, la política– con la idea de ir por carretera hacia Namibia,
Botsuana y Angola, y reencontrarse con los ju/’hoansi, antaño “indestructibles
en sus tradiciones”, conocer al pueblo !kung san y, en definitiva, ver, diez
años después de la anterior visita, qué ha ocurrido con los lugares que acogen
a la mayoría de africanos en las ciudades, que tienen que sufrir “los barrios y
campamentos más repugnantes”. El viaje, pues, se articulará con la expectativa
no de descubrir, sino de comparar lo visto en el pasado con un deje de
preocupación social, y el encuentro que había concebido “como
forma de rechazo” se irá convirtiendo en
denuncia sobre la pobreza y la tristeza de un pueblo inmenso cuyos habitantes
viven en chabolas de un modo indigno. El escritor, ya de
cierta edad, se preguntará, por vez primera tal vez, qué necesidad tiene de
jugarse el pellejo en tránsitos peligrosos en autobús o ser apedreado por
ladrones que asaltan trenes, pero al final claudicará antes su innata
curiosidad, “ese afán fisgón ha gobernado mi vida de viajero y de escritor”.
El libro insiste en estos rasgos: el lamento
personal, la descripción de una realidad tremendamente dura y el recuerdo de
cómo fue lo que ahora ve Theroux, pero sin llegar a adquirir el brío narrativo
deseado: para el lector que sólo busque un relato exótico y novelesco, será
algo tedioso; para el que esté interesado en la geografía física y humana de
África, la lectura no puede ser más recomendable.
Publicado en La Razón,
18-VI-2015