En 1949, Ray Bradbury toma un autobús y tarda
cuatro días en atravesar los Estados Unidos; su objetivo: buscar editoriales en
Nueva York para publicar los relatos a los que ha ido dando forma, desde que la
revista «Amazing Stories», pionera en lo que se dio en llamar
«science-fiction», le cautivara desde niño. Lleva viviendo en Los Ángeles
cuatro años, adonde se trasladó con su familia desde el remoto pueblo a la
orilla del lago Michigan donde había nacido. Una década atrás, ni ha dispuesto
de dinero para ir a la universidad, viéndose obligado a vender periódicos en la
calle, teniendo que alquilar una Underwood o una Remington en la sala de
mecanografía de la biblioteca de la Universidad de California, a razón de diez
centavos la media hora, para llevar al papel su desbordante imaginación.
Concibe así «El bombero», primer borrador de «Fahrenheit 451», que escribirá en
nueve días a todo gas y se publicará en 1953. Pero antes ha ido escribiendo una
serie de textos dispersos sobre una conquista fantasmagórica de Marte
ambientada en 1999 y que acabarán por cobrar forma gracias a ese viaje a la
Gran Manzana.
Y es que Bradbury volvería de allí con dos
contratos: uno, el del libro de cuentos «El hombre ilustrado», y el otro, el
del volumen que se llamaría, en 1950, «Crónicas marcianas» y que nacería a
partir de las sugerencias de su agente y de un editor que, curiosamente, se
apellidaba igual que él: sin duda, al tener esas historias un carácter unitario
debían aparecer juntas y formar un todo. De esa dispersión, pues, surgió un
libro magistral. Jorge Luis Borges, no demasiado dado a atender obras
contemporáneas en su edad madura, se quedaría prendado ante esta joya de la
ciencia ficción –«¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar
las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me
llenen de terror y de soledad?»–, que cumple ahora sesenta y cinco años, cuando
la editorial española que ha difundido los textos de Bradbury desde el momento
de su fundación, 1955, cumple sesenta. Una doble conmemoración que se ha
querido celebrar con una edición especial del libro pocos meses después de dar
«Siempre nos quedará París», colección de veintiún relatos y un poema inéditos.
No quedan apenas escritores como Ray
Bradbury, que se declaró como apasionado y no intelectual, y supo contagiar
entusiasmo por una labor en la que, a su parecer, la relajación y el
inconsciente son esenciales, como afirmó en «Zen en el arte de escribir»
(Minotauro, 1995): «Si no escribiese todos los días, uno acumularía veneno y
empezaría a morir, o desquiciarse, o las dos cosas. Uno tiene que mantenerse borracho
de escritura para que la realidad no lo destruya». Escribiendo, en su caso,
otro tipo de realidades: las fantásticas. Y con una disciplina y regularidad
increíbles desde que, a los doce años, recibiera una máquina de escribir con la
que se propuso cada día redactar al menos mil palabras el resto de su vida,
teniendo claro muy pronto que el único fracaso en el arte consiste en
detenerse, en abandonar. Y además con una fe en sí mismo firme y conmovedora,
que le llevaría a una escritura preñada de metáforas y poesía y ahondamiento en
el alma y psique humanas.
Marte es como la tierra
Tal cosa se hace evidente en «Crónicas
marcianas», en la que los astronautas que pisan el Planeta Rojo, venidos de una
Tierra al borde de la extinción, encuentran una sociedad que reproduce la vida
humana veinte años atrás, en una suerte de viaje a una pesadilla; en un momento
dado, por ejemplo, un viajero del espacio se reencuentra con su familia virtual
en Marte y se va a dormir, de forma escalofriantemente natural, a su viejo
cuarto de niño. Los colonos, desde enero de 1999 hasta octubre de 2026, no parecerán
salir de los salones de su casa y, sobre todo, de sus temores más hondos. No
extraña, dada la gran originalidad del estadounidense, que el editor coruñés
fallecido en diciembre del año pasado, Francisco Porrúa, lo eligiera para
iniciar el camino de Minotauro, en Buenos Aires (se nacionalizaría argentino),
para la dicha de los lectores en español (lo tradujo él mismo, con pseudónimo)
y que el lector podrá conocer hoy con el memorable prólogo de Borges que ya
estaba en aquella traducción de 1955, pero también con alicientes nuevos. En
primer lugar, se trata de una edición limitada y numerada que incluye dos
relatos nuevos («El desierto», inédito en castellano, y «Los globos de fuego»),
más dos prefacios: uno de John Scalzi, ex presidente de la Asociación de
Autores de Ciencia Ficción Norteamericanos, y otro del propio Bradbury, todo lo
cual se completa con cuatro ilustraciones del artista Edward Miller.
El miedo psicológico que inspiran las
historias de Bradbury parte de lo que somos y nos rodea. El marciano no es una
criatura monstruosa sino el reverso del humano: lo fantasmal, lo invisible, lo
peligroso. Ese mundo nuevo tendrá que ser invadido, conquistado y controlado
por hombres que han de reinventar un mundo ya existente, destruyendo para
construir, copiándose a sí mismos para extender sus hábitos sin un proceso de
mejoría. En «La elección de los nombres», los colonos renombran los lugares con
los nombres habituales que les rodeaban en Estados Unidos: las colinas, los
pueblos e incluso los cementerios, hasta que lo burocrático se yergue en el
patrón fundamental: todo se cataloga, y es entonces cuando nuevas oleadas de
habitantes ocupan el planeta: «Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar
recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para
estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y
normas reglamentarias, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la
Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma
abundancia».
Así, el que escapa del mundo conocido, funda
el mismo mundo conocido. La historia, los errores se repiten. En Marte o en un
vecindario con tintes de sociedad totalitaria y asfixiante. Es el caso del otro
libro famoso de Bradbury, «Fahrenheit 451», llevado al cine por François
Truffaut en 1966, con Julie Christie y Oskar Werner como protagonistas. En él,
la lectura está prohibida en un futuro indefinido, y los bomberos, en vez de
apagar fueg os, se encargan de quemar las casas donde se esconden libros (el
título alude a la temperatura a la que arde el papel). El poder político quiere
igualar así a todos los ciudadanos para que obedezcan sin pensar por sí mismos,
teledirigiéndolos mediante programas que surgen en las pantallas instaladas por
doquier. El bombero Montag cede a la tentación de abrir un libro, lo que será
el comienzo de su huida al campo, donde conocerá a otros exiliados, los
Hombres-libro, capaces de memorizar un volumen entero para garantizar la
pervivencia de la cultura y la libertad. Una historia nada inocente; eran los
tiempos de la censura en tiempos de McCarthy, quien ordenó la retirada de
ciertos libros de las bibliotecas por «corruptos». Bradbury detalló la génesis
de la novela y las dificultades para que viera la luz en el postfacio de la
edición especial que Minotauro lanzó por los cincuenta años del libro, en 2003.
De un modo u otro, Ray Bradbury y sus obras siempre estarán, pues, de
aniversario.
Publicado en La Razón, 5-VIII-2015