Brooklyn, junio de 1855. Un hombre de recién
cumplidos treinta y seis años publica, de su bolsillo, un libro que no llega a
las cien páginas y que ha titulado «Hojas de hierba». En los emergentes estados
de la Unión, no se ha escrito nada parecido, y le lloverán las críticas
implacables, cuando no malintencionadas y hasta censuras judiciales. Es Walt
Whitman, un poeta incomprendido al que pocos reconocen su genio; entre ellos,
Ralph Waldo Emerson, que le mandará una carta elogiosa –«Admiro su pensamiento
libre y valiente, saludo el inicio de su gran carrera literaria», le dice– que
el joven conservará como un tesoro, divulgándola siempre que pueda para
reivindicarse, y que está llamado a ser "el mayor demócrata que el mundo ha conocido", como dijo Henry David Thoreau tras conocerle, en 1856.
Desde el instante en que
Whitman envía un ejemplar de su libro al gran pensador norteamericano, a quien
escuchó fascinado en 1842 dictar una conferencia sobre qué tipo de poeta
tendría que aparecer tarde o temprano para captar aquel tiempo nuevo, como
apunta muy iluminadoramente Eduardo Moga en esta extraordinaria y tan necesaria
edición, «vivió para su libro, que fue creciendo, con sucesivas adiciones y
“anexos”, como un organismo viviente, con la sola interrupción de la Guerra
Civil, que conmovió a los Estados Unidos desde 1861 a 1865»; son palabras del
ecuatoriano Francisco Alexander, que publicó su traducción de la poesía de
Whitman en 1953 (al alcance en la editorial Visor, 2008). El poeta conocerá, como enfermero voluntario en
campos de batalla y hospitales militares, lo más plural y desgarrador de su
nación, y toda su visión acabará indefectiblemente en su poesía. No en vano,
calificará a su país de «gran poema» y, atendiendo a la Nación desde el
Individuo, en el prefacio de la primera edición de su «work in progress» –que
alcanzará las nueve ediciones, la última pocos meses antes de morir–, dejará
claro que lo mejor de su tierra es «el común de las gentes. Sus maneras,
lenguaje, indumentaria, amistades; la lozanía y candor de sus rostros; el
desparpajo pintoresco de su porte…; su devoción imperecedera a la libertad».
Esfuerzo titánico
Para Whitman, la
literatura será la herramienta ideal para forjar un espíritu democrático común
que contenga, además, el elemento religioso, el factor del Alma siempre por
encima de lo material. Como se lee en el libro «Perspectivas democráticas», él
mismo destaca que sus ideas son fruto de sus vagabundeos, de observar al ser
humano, ya sea en Nueva York o en medio de la naturaleza. Todo esta visión
libre, fraterna, pura la ha asimilado a las mil maravillas Moga para traducir
toda la poética whitmaniana y presentarla con sabiduría y sensibilidad; un
trabajo titánico por sus dimensiones, complejidad lingüística y honduras
temáticas que da inicio con un puñado de páginas en las que Whitman queda
perfectamente contextualizado, en lo histórico, literario y editorial, y se
cierra con un aparato de notas útil y completo.
A esta gran iniciativa
cabe añadir otro pequeño libro que es imprescindible para los amantes de
Whitman y que publicó recientemente una nueva editorial, «Días con Walt
Whitman», de Edward Carpenter, un escritor y activista social británico que
acudió en dos ocasiones a Filadelfia para ver a Whitman, quien le transmitiría reflexiones
como esta primordial, la que alienta un «carpe diem» para todos: «La fe de que
hay que disfrutar del presente, que confiere color y vida a los mil y un detalles
secos de la existencia». Emerson y, muy marcadamente, Thoreau estaban en
sintonía con este pensamiento, y resulta sensacional seguir la crónica de
Carpenter sobre el ya viejo y mítico Whitman, sobre su obra desbordante y su
vida llena de desgracias, sobre su homosexualidad y filosofía; de la misma
forma, había sido precioso conocer lo que el poeta le comentaba a su amigo
Horace Traubel en «Con Walt Whitman en Camden» (1906; Pre-Textos publicó un
librito con extractos de las conversaciones), como cuando reconoce que la
escritura le nacía de forma natural «sin deliberación, sin preocuparse por el
estilo, sin esperar un tiempo o lugar apropiados».
No hay en la historia de la literatura una combinación semejante de
individualismo y pluralidad, de mirada interior –«Yo me canto y me celebro»– y
de mirada exterior: hacia sus conciudadanos, los estados, la naturaleza. De ahí
que, al decir de Moga, su poesía sea «la presentación del universo que se ha
descubierto –los paisajes y las gentes de los Estados Unidos, y el alma a que
esos lugares y personas dan cuerpo– mediante la presentación de sus visiones».
Porque, según el traductor, los versos de Whitman «engarzan visiones» y no
metáforas o imágenes; son percepciones de lo circundante, y «ese amontonamiento
de visiones se ordena» por medio de enumeraciones. La influencia de Homero y
los Evangelios, para esa «pasión catalogadora», es total, «hace llevar al poema
todo cuanto ve, todo cuanto oye, en definitiva, todo lo que integra la realidad
poliédrica de un país ilimitado». Junto a este afán totalizador, «Whitman es el
poeta del cuerpo y del espíritu, de la mujer y del hombre, del bien y del mal,
del amor y del odio, de la vida y la muerte». Todo lo acoge, asombrado; todo lo
poetiza, casi se diría que lo nombra por vez primera, y además con un ritmo
versicular en el que es clave algo que no se destaca demasiado: su amor por la
música, en concreto por «la ópera, de la que Whitman era un amante apasionado,
y sin la cual, como él mismo confesó, no habría escrito “Hojas de hierba”».
Publicado
en La Razón, 13-VIII-2015