Hace un par de años, el lector español pudo conocer la biografía de Marie Bonaparte, sobrina nieta de Napoleón I de Francia y paciente de Freud, además de su discípula –relación de cariño y admiración mutua, por no decir de enamoramiento–, su principal traductora y hasta su salvadora de las garras nazis al pagar la “tasa de salida” que se exigía para abandonar Austria (el científico se instalaría en Londres, donde moriría). Lo firmaba la francesa Célia Bertin, y contaba con un prólogo de la psicoanalista Élisabeth Roudinesco, que destacaba cómo Marie había superado “el hastío –y sin duda la locura– gracias a su encuentro con Freud en 1925, a los cuarenta y tres años”. Se trataba de una mujer rica y desdichada que se consagraría a la escritura de un diario en el que registraría sus dudas existenciales, sobre todo tras la muerte de su padre, y su petición a Freud de que la psicoanalizara tras quedar deslumbrada leyendo “Introducción al psicoanálisis”.
Pues bien, ahora aquella Roudinesco que se asomaba a un libro ajeno para presentar a la que, en 1926, fundara con otros colegas la Sociedad Psicoanalítica de París, llega ahora con lo que más sabe y la ha hecho importante en veinticinco idiomas: la vida de Freud, de la que, por supuesto, se han hecho un buen número de libros; el más importante, todavía el de Ernest Jones, que publicó la primera biografía de Freud autorizada, en tres volúmenes entre 1953 y 1957; la decisión había sido de Anna Freud, su hija menor, que eligió a este discípulo para una tarea tan difícil como inabarcable, pues, como bien dice Roudinesco en la introducción, la montaña de archivos conservados del psicólogo vienés abre “una pluralidad infinita de interpretaciones”.
Mil y un Freud
En el presente caso, la autora, también especialista en Jacques Lacan, tenía claro su enfoque: “Me he propuesto exponer de manera crítica la vida de Freud, la génesis de sus escritos, la revolución simbólica que lo tuvo por iniciador en los albores de la Belle Époque, los tormentos pesimistas de los años locos y los momentos dolorosos de la destrucción de sus iniciativas por los regímenes dictatoriales”. Con ese objetivo, Roudinesco nos descubre al niño Sigmund, amando a su madre, “viril y sexualmente deseable”; al chico atraído por los grandes conquistadores de la historia que después vengan al padre o lo superan, como Aníbal, Alejandro o el mismo Napoleón; al hijo cuyo padre cree que “nunca llegará a nada”; al adolescente “embargado por un deseo carnal, [que] prefería ver en cada muchacha la sombra tendida de su madre, al extremo de enamorarse de ellas”; a “un hombre ambicioso”, a “un conservador ilustrado en busca de liberar el sexo a fin de controlarlo mejor”, a “un observador atento de la especie animal, un amigo de las mujeres”, a “un judío vienés, deconstructor del judaísmo y de las identidades comunitarias, tan apegado a la tradición de los trágicos griegos (Edipo) como a la herencia del teatro shakesperiano (Hamlet)”. Es decir, el Freud que conocemos, el Freud del que queda todo por conocer; y es que hay muy pocos humanistas y científicos de tan poliédrico sentir, pensar y obrar.
Esto se debe a la prolongación literaria de sus textos clínicos. Por algo dijo Harold Bloom, en “El canon occidental”, que Freud, en su condición de escritor, sobrevivirá a la muerte del psicoanálisis; incluso visto desde el lado opuesto será así: Nabokov se burlaba maliciosamente de él diciendo que lo valoraba en grado sumo como… autor cómico. Miradas contrarias, vigentes y válidas, que han ido acaparando todos los géneros culturales hasta hacer de Freud un icono de nuestro hoy más palpitante, convertido en personaje de cine, cómic o teatro, quizá en el humanista del pasado reciente más perdurable.
Lo sexual en el diván
El trabajo de Roudinesco viene a dar respuesta a esta actualidad, con rigor y sencillez, sin adentrarse en disquisiciones artísticas, limitándose con buen criterio a presentar los hechos: su pasión por Goethe, del que se sentía “heredero” por ser también el favorito de su madre y el “prometido a un destino heroico”, afirma la historiadora; su afición a tomar cocaína desde los años ochenta del siglo XIX, con la que experimentó para “luchar contra su neurastenia y los efectos devastadores de su abstinencia sexual”; su matrimonio con la deseada y luego deserotizada Martha; su prolífica paternidad con seis hijos.
“Freud en su tiempo y en el nuestro” tendrá, sobre todo, ese aliciente típicamente enlazado con lo sexual: Freud atraído por la endogamia, el incesto, deseando a la cuñada o haciendo de su hermana una suerte de confidente o segunda esposa. Y desde luego, nos llevará a la concepción de sus estudios en torno a los llamados “actos fallidos”, a los sueños, a los síntomas de la neurosis, derivada de un trauma infantil, a la observación de “la mujer histérica”; todo encaminado hacia una “ciencia del psiquismo”, más asentada en la biología que en la psicología. Todo para llegar al corazón del inconsciente. Aspecto que, en su vertiente más literaria, fue estudiado con fina hondura por Jean-Yves Tadié en «El lago desconocido entre Proust y Freud» (2014), en el que el autor, pese a que aquí Roudinesco proporciona una confesión de Freud a Marie sobre lo decepcionante que le ha supuesto leer “Por el camino de Swann”, encuentra preocupaciones obsesivas comunes, dudas y elucubraciones semejantes, alrededor de la niñez, las mujeres, la homosexualidad, el amor, los celos, la muerte… Ciertamente, de todo ello se hizo preguntas Freud, que a menudo se contestó con alusiones y hallazgos literarios en una especie de particular “busca de la memoria perdida”, del inconsciente resurgido en el diván.