París fue la Ciudad de la Luz –esto, prosaico: por haber sido una de las primeras en Europa en dotar a sus calles de alumbrado público, por orden de Luis XVI– y la capital de las Luces –esto, poético: por hacer que la cultura y la evolución científica iluminaran la razón– en un siglo XVIII de progreso, de individualismo, de optimismo, que marcará el destino de la historia y pensamiento europeos. En él se concentra Marc Fumaroli, justamente en esos cien años que van desde los tratados de paz de Francia con Inglaterra y Holanda hasta el derrumbe del Imperio napoleónico, en 1814, pero con una perspectiva muy particular: la de glosar el paso por París de aquellos extranjeros que fueron relevantes por sus relaciones personales.
Es el París de la alta sociedad y los salones, de los filósofos y moralistas provocadores que se convierten en toda una atracción, en una ciudad en que “la diplomacia lo impregna todo, porque ese siglo buscó apasionadamente una paz civilizada que sabía frágil”, apunta Fumaroli; una paz ligada a las bellas artes, a la República de las Letras –concepto muy frecuentado por el autor– y a todo aquello que resulta remarcable en ambientes como la corte, la moda, el teatro o la arquitectura. “Un apetito irresistible de vida civil, de relajación y de felicidad se apodera de París. El impulso adquirido entonces irá pasando de generación en generación hasta 1789”, remarca el historiador en una breve introducción orientada a presentar los parabienes de una sociedad en la que la universalidad del idioma francés es preponderante –como lengua de cultura, conversación y epistolar fuera de sus fronteras–, y el poder de la prensa y el glamur aristocrático, vinculado estrechamente con escritores, artistas o músicos, se asoman con inusitada fuerza. El París, en definitiva, de la Ilustración.
Relaciones fructíferas
Al arribo a esta ciudad de encantos irresistibles responde “Cuando Europa hablaba francés” con las pequeñas historias de personas foráneas que contactan con personalidades locales de gran calado. Muchas de ellas serán desconocidas para buena parte de lectores. Así, el primer capítulo presenta al abate veneciano Antonio Conti, “filósofo, matemático, poeta, ensayista, un sabio universal que se cartea con Newton y con Leibniz”, y al conde de Caylus, joven militar, hombre de mundo y “arquetipo de las Luces francesas” que quedó en el olvido por culpa del odio y marginación que le profesó Diderot. La relación del abate y este joven de buena cuna nacerá y se afirmará gracias al espíritu que empapa la época: el cosmopolitismo, el enciclopedismo y la sociabilidad, dice Fumaroli. Una sociabilidad que tiene tanto de intelectual como de amorosa –cómo no evocar a Madame de Stäel con sus amantes escritores y políticos–, y que en este caso conecta a Conti con la madre de Caylus, sobre la que escribió unas cartas aquí transcritas que demuestran su hondo afecto y admiración por ella.
Esta es la intención de Fumaroli: colocar delante las piezas de una amistad o convivencia para que, a modo de colofón, los documentos escritos sobre los protagonistas vivifiquen los pasajes biográficos e iluminen la época, el lugar, los acontecimientos. Otro ilustre afrancesado, Anthony Hamilton, escritor inglés apreciado por el crítico literario Sainte-Beuve, y el conde de Gramont, representarán una pareja unida por la vida convertida en escritura, de tal modo que la obra maestra del autor inglés son las “Memorias del conde de Gramont”, publicadas seis años después de la muerte de este gentilhombre curtido en mil batallas; todo un éxito hasta la Revolución, refiere el autor, que aporta un escrito de Hamilton en torno a la voluptuosidad. Exquisitez ensayística, finura en el trato, solemnidad de cara a la grandeza del prójimo surgen como temáticas y detalles en los pasajes dedicados a estos y otros personajes, como el inglés Henry Saint John, vizconde de Bolingbroke, un libertino de mensaje político ambiguo, o Eugenio, príncipe de Saboya-Carignan, de los cuales se añaden algunas de sus cartas.
Políticos y escritores
Lelio y Marivaux, Hermann-Mauricio de Sajonia, mariscal de Francia, Federica Sofía Guillermina y Francesco Algarotti (hermana y “latin lover”, además de diplomático, cercano al rey Federico II de Prusia, respectivamente), Charlotte-Sophie d’Aldenburg, condesa de Bentinck y dama famosa en toda Europa que nunca estuvo en París, “pero no por ello fue menos francesa”, el escritor y político británico Horace Walpole y madame du Leffand, que a tantos enciclopedistas acogió en su célebre salón, Catalina II de Rusia y Federico II con Voltaire como corresponsal… Se suceden las personalidades de máximo rango histórico, configurando una Europa que, ciertamente, se comunica en francés –cuán crítico es Fumaroli en la introducción por cómo su país se ha mostrado pasivo ante la oleada imparable y global del inglés– y en la que predominan las alianzas matrimoniales entre dinastías reinantes y juega un gran papel seducir a las cabezas pensantes francesas para divulgar ideas desde otras cancillerías.
De este tipo de estrategias sociopolíticas y de alta alcurnia sabría mucho otro de los invitados al libro: Lord Chesterfield, un “gran señor whig francófilo” y emisor de unas cartas que dirige a su hijo Philip que son todo un clásico de las letras británicas, amén de amigo de Voltaire y Montesquieu. Y lo mismo Benjamin Franklin, cuyas amistades contraídas en Francia le llevarán a representar frente al Gobierno galo al nuevo Estado federal que estaba en proceso de composición. Pero, claro está, las luces presuponen algunas sombras, o quedarse cegado ante la rotundidad de los cambios; de ahí que Fumaroli también aluda al “estrabismo de la Ilustración” en las páginas dedicadas a Friedrich Melchior Grimm, poniendo el acento en el otro gran factor aparte de la filosofía en el Siglo de las Luces: la frivolidad.
Publicado en La Razón, 17-IX-2015