Los músicos esperando la entrada del director
Ayer por la tarde, hace unas horas estaba yo en el cielo del
Auditori de Barcelona; cielo por lo que tiene de paradisiaco y elevado –por
algo Joan Vives, conductor del espacio que empieza a las 8 de la mañana en
Catalunya Música, llamado Preludio,
dice al comienzo: “Benvinguts al Paradís”– y porque estaba en lo más alto, a la
altura de los focos, en la llotja del
tercer piso con las entradas más baratas y visibilidad parcial (¿qué sentido
tiene construir un maravilloso edificio para que parte del público no pueda ver
el escenario por completo?). Sin embargo, pude seguir a Jordi Savall
dirigiendo la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya, y a la mitad de sus músicos
interpretando a Bach, Mozart, Francesco Geminiani –que fue lo mismo que decir
que a Arcangelo Corelli, pues la obra elegida, el Concerto grosso núm. 12
es una transcripción de doce sonatas de Corelli en forma de concerti grossi– y Händel.
El programa de mano decía que Savall “explora y crea un
univers d’emocions i de bellesa, i les projecta al món i a milions d’amants de
la música”. Y no otra cosa fue lo que sucedió ayer durante dos horas: la
belleza y la emoción en su máxima expresión con la Suite para orquesta núm. 3 en re mayor, BWV 1068, increíblemente
bella, de Joann Sebastian, de la Serenata
en re mayor, KV 239, la llamada “Serenata Notturna”, de Wolfgang Amadeus,
los Reales Fuegos Artificiales, HWV 351,
de Georg Friedrich. Un auditorio abarrotado ovacionó a la orquesta, a un Savall
exultante, que aplaudía sonriente a sus músicos al final de cada pieza,
incluyendo una propina musical, de Rameau, con la que el músico catalán pidió a
los asistentes que siguieran el ritmo con palmas cuando él lo indicara, como si
estuviéramos en la Viena del Año Nuevo. Música potente, vigorosa, que llena los
sentidos y que a mí me abruma y hace que mi cerebro bulla en pensamientos y
sensaciones: sentimentales y banales, cercanos y lejanos, profundos y
estúpidos. Ayer, mirando hacia abajo, a esas esculturas sentadas, pensaba en
qué piensa la gente mientras asiste a un concierto de música clásica al verme a
mí preñado de lenguajes, percepciones, memorias, como si los violines, las
violas, los violoncelos, los contrabajos, las flautas, los oboes, los
clarinetes, los fagots, las trompas, los trombones, al arpa, el continuo, la
percusión fueran una inyección para activar un cóctel de lo más hondo.
El diálogo de los primeros violines en la obra mozartiana,
la dulzura sobrenatural de las “Gavotte I & II” bachianas, la emocionante majestuosidad
händeliana penetran en la felicidad, nos reinstalan en ella, en efecto somos
bienvenidos al Paraíso y se toca el cielo con las manos... hasta que un sms desde
casa te devuelve a la higiénica y prosaica realidad: “¿Terminó el lavavajillas?”