Hace cuatro años, se publicaba un extensísimo libro que venía a decir que estamos en el mundo más pacífico de todos los tiempos, que incluso el siglo XX, tradicionalmente considerado como el paradigma de la violencia más despiadada con el apoyo tecnológico no fue especialmente violento en comparación con otros periodos. Lo afirmaba el científico canadiense Steven Pinker en «Los ángeles que llevamos dentro» (editorial Paidós), diciendo que en la actualidad no nos recreamos “en atroces tormentos aplicados a otros seres vivos” como en el mosaico de depravaciones humanas –torturas, matanzas supersticiosas, genocidios étnicos o religiosos, sadismos, esclavitud–que iba exponiendo en los cuatro confines del planeta desde la era prehistórica.
Pinker advertía: “Creo que muchos también se sorprenderán al enterarse de que, de las veintiuna peores cosas que los individuos se han hecho unos a otros (de las que tengamos constancia), catorce tuvieron lugar antes del siglo XX”, y en un gráfico se veía cómo las conquistas de los mongoles en el siglo XIII o la rebelión y la guerra civil de An Lushan (ocho años de la dinastía Tang, que llevó a la muerte a 35 millones de personas) en el VIII eran muy superiores en muertos a las atrocidades recientes. Así, la presencia de China en su libro era absoluta, no sólo con el poderío del brutal Gengis Kan, que llegaría a conquistar prácticamente toda Asia, sino con la conquista manchú de China, en el siglo XVII, que provocó la caída de la dinastía Ming y la desaparición de 25 millones de personas, o en la Rebelión Taiping, la guerra civil que asoló China entre 1851 y 1864 y originó 20 millones de muertos, más las dos guerras del Opio en el segundo tercio del siglo XIX (60 millones de damnificados), en la que chinos e ingleses se destrozaron por el monopolio de esa droga, a lo que hay que añadir las políticas de Mao Zedong, quien bajo la «dictadura democrática del pueblo», asesinaría a incontables millones de compatriotas condenándolos a la pena capital, enviándolos a campos de concentración o condenándolos a la hambruna.
Un
holocausto olvidado
Pues bien, uno de los episodios
recientes más brutales de esa China que ha visto tantísimas masacres a lo largo
de su ancestral historia fue el que sufrió la ciudad de Nankín, en diciembre de
1937, a manos del ejército japonés. Lo cuenta la periodista Iris Chang en “La
violación de Nanking. El holocausto olvidado de la Segunda Guerra Mundial”
(Capitán Swing Libros, traducción de Álvaro G. Ormaechea), en el que incluye lo
que da en llamar holocausto dentro del ámbito de la Segunda Guerra Mundial,
dado que ésta puede fecharse de maneras distintas: “En Estados Unidos se suele
pensar en la Segunda Guerra Mundial como un acontecimiento que comenzó el 7 de
diciembre de 1941, con el ataque japonés a Pearl Harbor, que se llevó a cabo
desde portaaviones. Los europeos la fechan el 1 de septiembre de 1939, cuando
la Luftwaffe y las divisiones Panzer de Hitler lanzaron su Blitzkrieg contra
Polonia. Para los africanos comenzó en una fecha todavía más temprana, con la
invasión de Etiopía por parte de Mussolini en 1935. Pues bien, para los
asiáticos, la Segunda Guerra Mundial comenzó con los primeros pasos emprendidos
por Japón con vistas al dominio militar de Asia Oriental, es decir, con la
ocupación de Manchuria en 1931”.
Tales pasos tendrían en Nankín,
por entonces la capital china –desde 1928 y hasta 1949; de hecho, literalmente
significa “la capital del sur”, siendo hoy la segunda ciudad más grande de la
región–, un objetivo claro por parte nipona tras adueñarse de Manchuria y de
urbes tan importantes como Pekín, Tientsin y Shanghái. La ocupación se
alargaría hasta 1945, y por alguna retorcida razón aún no aclarada, sería en
Nankín donde “los soldados japoneses iniciaron una orgía de crueldad pocas
veces –o tal vez nunca– vista en la historia del mundo”, afirma la autora:
acribillados con ametralladoras, usados a modo de diana para practicar con las
bayonetas, quemados con gasolina, obligados a violarse entre familiares,
castrados y colgados de la lengua en ganchos de hierro, enterrados hasta la
cintura hasta ver cómo eran despedazados por perros fueron los horrorosos
destinos de buena parte de la población de Nankín, según los historiadores,
casi trescientos mil. Y lo más impactante es que la atrocidad sucedió en unas
pocas semanas, lo que proporcionalmente supera los exterminios de los nazis o
estalinistas, o los efectos de los bombardeos aéreos durante la guerra.
Fotos desgarradoras
En este sentido, en el prólogo,
el profesor de Historia China Moderna de la Universidad de Harvard, William C.
Kirby, habla, por una parte, de la gravedad de los hechos, y por la otra, de la
tolerancia internacional ante unos acontecimientos que aún hoy muestran
secuelas en la sociedad china y que aún no han sido reconocidos por el Gobierno
japonés: “El saqueo japonés de la capital china fue un suceso abominable. La
ejecución en masa de soldados y la masacre y violación de decenas de miles de
civiles tuvieron lugar en contravención de todas las leyes de la guerra. Lo que
aún hoy en día nos deja atónitos es que se trató de un saqueo público, evidentemente
diseñado para aterrorizar. Fue llevado a cabo abiertamente, ante la mirada de
observadores internacionales y en general haciendo caso omiso a los esfuerzos
de estos últimos por detenerlo. Y no se trató de una pérdida temporal de la
disciplina militar, ya que se prolongó durante siete semanas.”
Para llevar a término su
investigación, Iris Chang, hija de una pareja que huyó de China en plena
posguerra para asentarse en el Medio Oeste americano que le contaba la llamada
“Nanjing Datusha” desde que era niña, emplea el testimonio de misioneros
extranjeros, oficiales u hombres de negocios que permanecieron en la ciudad. Su
trabajo puso en el conocimiento de mucha gente una masacre que, observó, no se
explicaba apenas en los libros sobre la Segunda Guerra Mundial publicados en
Estados Unidos. Al fin, una serie de casualidades reavivó el interés de Chang
por esta historia, y aquel mito de sus recuerdos infantiles se convirtió en
imágenes desgarradoras: en unas conferencias celebradas en una localidad
californiana, vio unas fotografías de tamaño póster sobre la Violación de
Nankín, algunas de las cuales se reproducen en este libro: “cabezas
decapitadas, vientres abiertos y mujeres desnudas forzadas por sus violadores a
posar en distintas escenas pornográficas, sus rostros contraídos en
inolvidables expresiones de agonía y vergüenza”. Fue entonces cuando Chang
decidió cubrir un espacio vacío en inglés: contar en negro sobre blanco cómo y
por qué las víctimas habían guardado silencio y desvelar al mundo crímenes que
hicieron que la ciudad hediera a carne putrefacta y los ríos enrojecieran por
el derramamiento de sangre humana.
Publicado en La Razón, 1-V-2016