domingo, 3 de julio de 2016

El dilema de la vida o el arte

Muy pocos autores contemporáneos podrían decir que fueron ídolos de Franz Kafka. Eso le ocurrió a Thomas Mann, cuyo relato de 1903 «Tonio Kröger» –que ya presentaba el habitual dilema literatura-vida, dentro de un ambiente burgués, que iba a aparecer en el resto de sus obras– constituía la lectura predilecta, a los veinte años, del futuro autor de «La metamorfosis». Por aquel tiempo, Mann ya se había consolidado como una joven realidad de la narrativa germana con varias novelas cortas y, sobre todo, la extensa «Los Buddenbrook» (1901), cuyo eco en Alemania sólo era comparable al que obtuvo en su día el «Werther» de Goethe y que se iba a traducir a numerosas lenguas. Muy pronto, pues, a Mann le llegaría la fama y el prestigio, y se erige, por voluntad propia, en el pope de las letras germanas, e incluso compite con su hermano mayor, el novelista y dramaturgo Heinrich Mann, cuya obra siempre despreció por vulgar aunque públicamente le alabara.

Este comportamiento es muy propio de Mann: la hipocresía más fina, como demostró el reputado crítico Marcel Reich-Ranicki, apoyándose en las cartas y en el diario del escritor, en el apasionante «Thomas Mann y los suyos» (Tusquets, 1989). Es la actitud de un hombre serio, muy consciente de su talento y capacidad artística, seguro de sí mismo, el mismo que aparece en este “Relato de mi vida” (traducción de Andrés Sánchez Pascual), que se había criado en el seno de una familia de comerciantes de Lübeck. Allí había nacido en 1875, para después trasladarse a Múnich a la muerte de su padre. Nada indicaba que, tras acabar los estudios, aquel joven que había entrado a trabajar en la oficina de una compañía de seguros se convertiría en uno de los autores más importantes de todos los tiempos (Ranicki compara su universo literario con los de Joyce y Proust). Desde entonces, para Mann sólo existió la literatura, y la voluntad de recrear sus propias dudas espirituales y creativas. Boda, seis hijos, una homosexualidad reprimida y a veces apuntada con sutileza en obras como «La muerte en Venecia» (1912), y los días enteros encerrado en su despacho bajo el cuidado de su esposa, a la que debió tanto según reconoció él mismo, escribiendo cuentos, ensayos y novelas monumentales como «La montaña mágica» (1924), la tetralogía «José y sus hermanos» (1934-1944) o «Doctor Faustus» (1947).

Éxito temprano y continuo

Para aproximarse directamente a estas distintas etapas, referencias personales y escritos, la propia voz de Mann en este “Relato de mi vida” surge como un documento estupendo, la versión sintetizada de una trayectoria que hace más de diez años desgranó Hermann Kurzke en una biografía portentosa tras veinticinco años de investigación, “Thomas Mann. La vida como obra de arte”. El libro que ahora tenemos entre nosotros, sin embargo, es parcial: es el Mann que revisa su andadura poco después de serle concedido el premio Nobel, en 1929, más el Mann visto por su hija, la suicida Erika (como lo fue también su hermano Klaus), que cuenta en “El último año de mi padre” el periodo que va de agosto de 1954 a agosto de 1955, quedando fuera, como dice el traductor, “su lucha contra el nazismo, el exilio europeo, su estancia en Estados Unidos y los años inmediatamente posteriores a la guerra mundial”. Erika fue una gran escritora –en 2009 Destino publicó de ella el extraordinario «Cuando las luces se apagan»–, y su crónica aquí resulta memorable: la entrega al ensayo de su progenitor en torno a Chéjov y Schiller, su relación con Hermann Hesse, su amor por el teatro, las bodas de oro, su fraternidad y solidaridad para con los hombres, las horas en la clínica…

Por su parte, “Relato de mi vida” fue la ocasión para Thomas Mann de recordar con cariño ciertos momentos importantes que de una u otra forma serán clave en su escritura sin por ello recurrir a idealizaciones o faltas modestias: “Mi estado de ánimo era una mezcla de indolencia, mala conciencia burguesa y la seguridad de que en mí había talentos latentes”, dice al comienzo. Reconoce que la escuela nunca le interesó, y habla de amistades muy especiales con un par de chicos e incluso un intento de petición fracasado de matrimonio con una joven. Resulta realmente interesante cómo explica el influjo que sintió al leer a Schopenhauer y Nietzsche, a Heine y Schiller, muy curiosa su obsesión por ir en bicicleta, muy conmovedora su necesidad de estar instalado cerca del mar, muy iluminador lo que piensa de sus propias novelas. Así, “Tonio Kröger” es “la más próxima a mi corazón”, “La montaña mágica” es considerada como “mi novela educativa” y sobre “La muerte en Venecia” reconoce tener un “tema tan escabroso”, indicando, eso sí, que en la historia “no hay inventado absolutamente nada”. Aparecen, entre obra y obra, la Gran Guerra, una “ruptura entre dos épocas”, un libro que destaca mucho, “Consideraciones de un apolítico”, e incluso refiere un viaje por España para dar conferencias, de Barcelona a Sevilla y Granada, y de ahí a Madrid, Santander y Vizcaya, y lo más doloroso, el suicidio de dos hermanas, Carla y Julia. Una vida literaria exitosa como pocas desde muy temprano –“El mundo me abrazó entre elogios y felicitaciones”, apunta al inicio– que aún perdura y hace atractivo un texto menor como éste que, mediante la habilidosa edición de Hermida Editores, cobra un interés extremo. 

Publicado en La Razón, 30-VI-2016