El futuro creador de Ebenezer Scrooge, Oliver Twist, Samuel Pickwick,
David Copperfield, las pequeñas Nell y Dorrit y tantos personajes inmortales,
Charles Dickens, vio de niño cómo su familia se veía obligada a mudarse varias
veces de casa por culpa de las estrecheces económicas y huir de los deudores
que acosaban al despilfarrador padre; para colmo, en medio de esas mudanzas, la
madre tenía que dejarlo semanas seguidas con alguien de su confianza. El
pequeño Charles tendría que hacer caminatas de cinco kilómetros para ir a la
fábrica de betún en la que tuvo que emplearse, por una “zona de infectos
recovecos y callejones” frente al Támesis, como cuenta su biógrafo Peter
Ackroyd, y en la que debía trabajar diez horas al día por un sueldo miserable,
recién cumplidos los doce años. En suma, un niño ubicado en un medio humilde,
abandonado a su suerte y rodeado de almas corruptas: el escenario con el que Dickens
desplegó toda su fuerza narrativa y que salía del conocimiento directo del
Londres más dramático y precario.
Esas calles de la capital británica son las que el mismo autor retrató en sus artículos
costumbristas con los que se hizo famoso con poco más de veinte años, las
calles donde Arthur Conan Doyle puso a caminar a Sherlock Holmes, aunando
ciudad y misterio, las calles que miraba la «Mrs. Dalloway» de Virginia Woolf.
Ésta, en un texto de 1931, habla de cómo «la calle es un criadero, una dinamo
de sensaciones. Del pavimento parecen brotar horrendas tragedias». Pero tal vez
no haya habido artista que mejor haya captado tal tragedia que aquel que tuvo
el coraje de disfrazarse de hombre mísero y adentrarse en esa parte del este de
la ciudad, tan penoso, que había sido donde Jack el Destripador había arrancado
la vida a cinco prostitutas en 1888 y que hoy en día es una de las áreas
bohemias predominantes donde lo “vintage” y lo “cool” atraen al joven y al
artista. Nos referimos al californiano Jack London.
Barrio de
ciencia ficción
Estamos ante un libro, “La gente del Abismo” (traducción de Javier
Calvo), como dice en el prólogo el escritor y documentalista Ian Sinclair, tan
ligado con sus trabajos a Londres –Alpha Decay publicó hace tres años su libro
“La ciudad de las desapariciones”–, que “es intencionadamente sensacionalista:
los horrores reglamentados del asilo para pobres, la mala salud, la
explotación, el hacinamiento, la enfermedad, la muerte prematura. Todo esto exacerbado
por los efluvios del alcohol”. London va a Londres en 1902 como hará George
Orwell, otro escritor comprometido en el plano político, treinta años después
con un propósito similar pero con mucha menos enjundia, como se refleja en «Sin blanca en París y Londres», relato de marcado
acento autobiográfico sobre su absoluta falta de dinero y las amistades que va
haciendo al compartir pobreza, hambre y desesperada necesidad de encontrar un
empleo en los barrios bajos de ambas capitales.
No en vano, Sinclair habla del libro en clave
preorwelliana y, en este sentido, lo emparenta a la ciencia ficción,
calificando de “morlocks” a las pobres gentes que malviven en condiciones
infrahumanas, relacionándolos así con monstruosos personajes que vivían en el
subsuelo en “La máquina del tiempo” de H. G. Wells. Y ciertamente, esas
criaturas de destino aciago con las que se va encontrando London en lo que da
en llamar el Abismo sólo le van a proporcionar una imagen de podredumbre
extrema, pues como dice al comienzo “en ninguna parte de Londres puede uno
escaparse de la visión de la pobreza abyecta, puesto que allí donde uno se
encuentre siempre hay un barrio marginal a menos de cinco minutos andando”. Él
se adentrará en el East End tras comprarse unos cuantos harapos y hacerse pasar
por un marinero desempleado, lo que le facilitará “ver, por vez primera, a la
clase baja inglesa cara a cara, y conocer cómo era en realidad”.
Una máquina de
matar
Esa realidad no podrá ser más dura. London, que usa
como epígrafe para cada una de sus crónicas, de pulso narrativo sobresaliente y
la aparición de un sinfín de personajes cercanos y espontáneos, cita con tino a
Aldous Huxley, otro icono literario de la ciencia ficción, mediante esta frase
rotunda: “Os aseguro que no encontré nada peor, nada más degradante y
desesperado, nada que resulte, ni de lejos, tan intolerablemente triste y
deprimente como la vida que dejé atrás en el East End de Londres”. En su alarde
de valentía y atrevimiento, a London no le importa dónde va a dormir y las
condiciones insalubres a las que hará frente allá por donde vaya: conoce a un
joven borracho –“un despojo humano prematuro”– que casualmente le ofrece una
habitación donde pasar la noche, y comprueba enseguida que “los niños crecen y
se convierten en adultos corrompidos, sin vigor ni resistencia”, por culpa de
“los gérmenes de enfermedades que pululan en el aire del East End”.
“Descenso”, “infierno”, “margen”, “ineficacia”,
“gueto”, “precariedad de la vida”, “suicidio”, “lamento del hambre” son algunas
de las palabas empleadas para titular la serie de impactantes veintisiete
prosas que componen “La gente del Abismo”. En suma, el barrio “es literalmente
una gigantesca máquina de matar” repleta de mujeres que se desloman haciendo
paños u hombres que se dejan la piel en los talleres a cambio de un auténtico
sueldo de miseria; de personajes dickensianos trabajando doce, trece, catorce
horas al día, en jornadas que empiezan en la madrugada, para subsistir sin una
mínima dignidad hasta que son engullidos, mediante la inanición, el frío o la
tisis, por el último de los abismos.
Publicado en LaRazón, 28-VII-2016