domingo, 31 de julio de 2016

Melancolía de Magic Johnson y Larry Bird


Hace veinte años compraba en una parada de libros usados una biografía de Michael Jordan, enfrente del MoMA. El día de mi llegada a Nueva York, por la noche, luchando contra el cansancio y el sueño, había visto por televisión cómo el 23 de los Bulls ganaba su quinto campeonato de la NBA, a los Utah Jazz, creo que aportando 33 puntos. La liga era de él y el tiempo de los Lakers y los Celtics había pasado. Cuatro años antes se habían retirado Magic Johnson y Larry Bird, los iconos modernos del baloncesto norteamericano y que, desde su primer enfrentamiento en la NCAA hasta el hecho de compartir Dream Team en los Juegos Olímpicos de 1992, habían llevado carreras paralelas, viciadas de una extrema competitividad, hasta hacerse amigos, hasta no poder concebirse a Magic sin Bird, a Bird sin Magic.

Uno mismo ha aprovechado momentos puntuales, los pocos que dejan los libros de literatura, para sucumbir al extraño encanto que ejerce el baloncesto por ser parte de la formación –deportiva, dramática, social, íntima, fracasada– que ya se ve lejana, y leer algún libro de ello. Me recuerdo, en ese primer lustro de los noventa, en un autobús que me llevaba desde Alcalá de Henares a Madrid para asistir, un domingo por la mañana, a un partido entre el Real Madrid y otro equipo que ahora sólo recuerdo que era modesto. Posiblemente por eso me sentía casi solo en el pabellón, pues la asistencia era escasa, y por eso me abordó un profundo pesar de melancolía por aquello a lo que le había dedicado miles de horas, días enteros, viajes, algún momento glorioso, frustraciones y demasiadas nostalgias.

El libro que leía esos días era uno que también encontraría de ocasión en una de esas librerías que ahora han desaparecido, Tú puedes evitarlo (Planeta, 1992), autobiografía de Magic muy centrada en su por aquel entonces reciente problema de salud: ser portador del virus del sida, sin que por fortuna haya desarrollado la enfermedad. Era un buen libro, y ahora lo evoco porque he estado disfrutando sobremanera con Cuando éramos los mejores (editorial Contra), de Jackie MacMullan. Se presenta todo ya desde la cubierta y las solapas casi como si los jugadores fueran los autores también, e incluso aportan cada uno un buen prólogo, pero el esfuerzo y la calidad de escritura, síntesis y entrevistas por doquier necesarias para reconstruir muchos años de baloncesto, NBA y relaciones personales es responsabilidad de esta periodista magnífica de importantes medios de Boston y Nueva York.

Una lectura placentera que no rehúye asuntos ásperos e incluso negativos, que abre la voz a un montón de testimonios, que explica con vivacidad y precisión partidos y playoffs y situaciones íntimas entre adversarios que ha sido casi un viaje en el tiempo, en mi tiempo. He recordado aquellos fabulosos momentos frente a la sabiduría de Ramón Trecet en su programa de los viernes por la noche Cerca de las estrellas, a tantos partidos entre estas leyendas y a instantes tensos y trascendentes de varias finales. Ha sido volver a ver esas jugadas a través de la memoria, que las tenía archivadas porque pertenecen a una etapa en que el baloncesto era refugio y esperanza, era talento y creatividad, era religión, obsesión, pasión. Una época en que, en el suelo de tierra, con zapatillas vulgares y desgastadas, con la pobreza del que tiene la riqueza de saber tirar a una canasta aunque no tenga nada más y ni pueda aspirar a más, de alguna manera, frente a la canasta y entre amigos y desconocidos a los que había que vencer, también nosotros éramos los mejores.
La fantástica cancha que me estaba esperando sin yo saberlo, cuando leía el libro, en Dorado Beach, Puerto Rico, a la que fui a tirar un rato