El amor más allá
de la muerte es uno de los temas más bonitos, poéticos, románticos y creativos
que pueden existir, y tratado con hondura y delicadeza, sin duda es de los más
sugerentes y misteriosos, tanto desde el plano privado y modesto como artístico
y filosófico. Yo, siempre atraído por él, desarrollé ese tipo de amor en mi
novela Hildur, escrita a principios
de siglo y que tuvo una nueva edición meses atrás.
El soneto de
Quevedo “Amor constante más allá de la muerte” planea siempre por ese tipo de
historias, y movido por todo ello voy al cine a ver La correspondencia, de Giuseppe Tornatore. La primera escena ya me
da mala espina, con jadeos en la oscuridad y enseguida dos amantes como
despidiéndose en unos gestos teatrales, poco creíbles y cursis, entre un muy
mayor Jeremy Irons y la bella Olga Kurylenko.
Todo será inverosímil, pero no porque la película se mueva en el género fantástico, en
cómo desde la muerte el viejo científico que interpreta Irons se manifiesta, sino porque el
guion abusa de los mensajitos de móvil, de las referencias a esa relación amorosa
de seis años como la panacea y a la habilidad mágica de dicho científico por
ser siempre oportuno, certero y un adelantado a su tiempo íntimo con su joven
novia: incluso desde la muerte.
El vestuario de
la actriz (cuya actuación es lo único remarcable), que parece que le han dado
ropa de una mujer vieja de hace treinta años, las raras escenas en que ella
hace de extra en películas de acción, las alusiones a asuntos astronómicos tan
difíciles como supuestamente románticos, y un metraje que avanza sin que haya
cambios ostensibles en una trama asentada en esa relación órfica mediante el
maldito teléfono inteligente y los viajes de ella, hacen del conjunto algo
olvidable incluso teniendo la música de Morricone. No puedo, sin embargo, desvelar cómo acabó todo. No correspondí al film, y abandoné
la sala antes de que acabara.