Este verano, haciendo escala en el aeropuerto de Miami, me encontré en el centro de uno de los pasillos que conducen a puertas de embarque, tiendas y restaurantes con esta gran bandera estadounidense enmarcada. Pareciera una más de las que hay tantísimas por doquier en el país, y nadie reparaba en ella. Pero yo fui directamente a encararme con lo que tenía que decirme. Y las casi tres mil víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 me saludaron y me dieron el pésame. Fueron ellos: los nombres que están escritos en la bandera, inapreciables en la foto, y que llenan todo el espacio del cuadro, todos aquellos muertos, los que me decían que yo estaba vivo, que no debemos olvidarnos de su sufrimiento, de su fin prematuro, cruel y devastador.