Recupero
aquí, con el lema latino ubi sunt (dónde
están), una serie de reseñas que publiqué hace unos veinte años en la revista Quimera.
Sombras verdes, ballena blanca es un trozo de la vida de
Ray Bradbury, una memoria literaturizada de su estancia en el Dublín de 1953,
donde trabajó en el guión de la película Moby
Dick, de John Huston. La novela –concebida primero como un libro de
cuentos– es el testimonio inquietante de un hombre ante una sociedad que le
sorprende continuamente: al comienzo, en pleno invierno, el protagonista se siente
extraño y solo en una tierra lluviosa, en una ciudad gris, pero en ese momento
comienza a descubrir, gracias a un grupo de pintorescos personajes que
frecuentan una taberna, el carácter irlandés: una personalidad cínica, ingeniosa,
obsesionada por el alcohol, y sobre todo, basada en la amistad y en el
compañerismo. Por eso, a veces es fácil percibir un aliento de nostalgia en ese
recuerdo del autor, de aquella bohemia llena de historias increíbles, de
situaciones cómicas que se mezclan con descripciones de un entorno siempre
verde o de un pensamiento romántico.
Bradbury, además de reflejar fielmente la geografía
urbana de Dublín y de subrayar con gran precisión los valores del alma
irlandesa, introduce otro testimonio interesantísimo: su relación con el
director de la película, John Huston, cuyas imprevisibles acciones trastornaron
los siete meses de trabajo que necesitó el escritor para adaptar la obra de
Herman Melville al cine. La historia de amor-odio entre ambos recuerda mucho a
una pel¡cula, Cazador blanco, corazón negro, de Clint Eastwood, que a su vez,
era el reflejo de un caso paralelo: el rodaje de La reina de África pocos años
antes en tierras de Kenia y del conflicto entre Huston y su guionista. Las
narraciones son idénticas, pero están filtradas mediante dos lenguajes
distintos, en dos lugares distintos.