Resulta curioso que el nacimiento de la narrativa estadounidense surja de un hombre que reside buena parte de su vida en diferentes países de Europa, un hombre cuya máxima obra habla de Andalucía, que publica algunos de sus relatos más célebres en Inglaterra. Antes de ello, Washington Irving se ha burlado de la sociedad neoyorquina en textos periodísticos y ha convertido en sátira la «Historia de Nueva York» en un libro que ha firmado con el seudónimo de un presunto historiador holandés, para después viajar por negocios y placer al Viejo Continente, donde trabajará como agregado de la embajada americana en Madrid y Londres.
Irving cruza el Atlántico, permanece diecisiete
años fuera de su tierra; intelectualmente hablando, siente el desgarro de no
identificarse con la naciente Unión de estados: apenas, en su literatura, hay
alguna recreación sobre los colonos, en especial en el cuento «Rip van Winkle».
Irving en realidad quiere asemejarse a don Quijote, y escribe sus «Cuentos de
la Alhambra» tomando el carácter del viajero curioso que recorre España con su
Sancho particular –un joven guía que le hace reír mucho– pues, al igual que
Alonso Quijano, lo que más desea es pararse a hablar con los que le salen al
paso. Así, su prosa es el reflejo de la tradición oral, de las historias
fabulosas de la gente.
Mucho de eso mismo podemos encontrar en “Vieja
Navidad”, un grupo de artículos extraídos de “The Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent” (1819-1820) donde aparecieron algunas de sus
historias, como «La leyenda de Sleepy Hollow», en
los que Irving va exponiendo diferentes anécdotas de un trayecto navideño. Con
traducción y notas ahora de Óscar Mariscal, más las abundantes y
maravillosas ilustraciones de Randolph Caldecott, que tuvo un gran éxito en la
época victoriana, el texto sería una de las fuentes de inspiración nada menos
que para “Cuento de Navidad” de Dickens. Y es que Irving observó como nadie
unas fiestas que son las “que nos despiertan
las asociaciones mentales más fuertes y sinceras”. Con tono entre
autobiográfico y ensayístico, amparándose en la voz y comportamientos de
aquellos con los que se cruza y habla, Irving va explicando cómo a sus ojos tal
celebración ya no tiene la dimensión de antaño y se ha frivolizado, si bien aún
es “un periodo de deliciosa emoción en Inglaterra”.
Uno de los capítulos iniciales lo dedicará, la
misma víspera de Navidad, a un viaje en diligencia por Yorkshire cargada de
pasajeros que iban a reunirse con sus parientes, y poco a poco, se irá haciendo
eco de diversas tradiciones después de aceptar la invitación de un viejo amigo
de alojarse en su casa: colgar el muérdago en granjas y cocinas para que los
jóvenes puedan besar a las muchachas debajo de él; el transporte, la víspera
del día 25, del leño de Yule, un grueso tronco de madera que se prende en la
chimenea con las cenizas del leño del año anterior; servir la cabeza de jabalí
y cocinar pavo real; o la tradición de mascaradas y mojigangas, con bailes y
disfraces. Todo ello surge como en un espejo vistoso y lleno de acción,
introduciéndonos Irving en un entorno cálido, familiar, generoso. En pleno,
eterno espíritu navideño.
Publicado en La Razón, 29-XII-2016