Hay un cuento de Nathaniel Hawthorne, «El joven Goodman Brown», donde se cuenta cómo un hombre hace una visita nocturna al bosque y asiste a una asamblea de brujas. Brujas para la imaginación, destacadas en tantos cuentos del folclore de muchos países, y brujas “reales” en la historia, las que su ignominioso antepasado John Hathorne –Nathaniel añadiría la w para distanciarse de su árbol genealógico– llevó a la hoguera en Salem en calidad de juez en el siglo xvii. El escritor lo tuvo claro desde el comienzo de su andadura literaria, y testimonió su idea al prologar sus obras; así, en “La casa de los siete tejados”, alude a «una moraleja propia. A saber: la realidad de que el mal obrado por una generación pervive en las siguientes». Hawthorne siempre se sintió culpable de los actos pretéritos de su familia, y se dedicó en cuerpo y alma a expiar ese demonio interior en forma de literatura.
De brujas y de heredar algo que aún pervive sabe mucho también la joven Katherine Howe, que en estos “Casos de brujería en Inglaterra y en las colonias norteamericanas (1582-1813)”, como reza el subtítulo de este libro traducido por Catalina Martínez Muñoz, investiga algo que le toca de cerca. Ella misma es descendiente de tres brujas acusadas en los juicios de Salem de 1692: Elizabeh Howe, Elizabeth Proctor y Deliverance Dane. Un juicio que popularizó Arthur Miller en la obra teatral “Las brujas de Salem” en 1953, que poco después sería adaptada al cine con guion de Jean-Paul Sartre y, ya hace veinte años, en lo que fue su versión al celuloide más celebrada, “El crisol” –de hecho, era el título original de la obra teatral, “The Crucible”–, que protagonizó Daniel Day-Lewis. La pieza, también convertida en una ópera exitosa a comienzos de los años sesenta, aparecía en el periodo en que Miller estaba sufriendo la “caza de brujas” instigada por la Comisión de Actividades Antiamericanas y el senador McCarthy como sospechoso de comunista.
Una histeria colectiva
“Las brujas de Salem”, así como una de las novelas de Howe ambientada en un instituto de Massachusetts, pretendían dramatizar cómo en 1692 la histeria colectiva se apoderó de esa pequeña ciudad costera. Un tema, pues, de variado atractivo que ahora tiene, en “El libro de las brujas”, una fuente documental muy completa. Howe comenta y aporta textos ingleses, como el caso de Ursula Kemp ocurrido en St. Osyth en 1582 que «establece la pauta de los futuros procesos por brujería. Su posición de persona marginada en la comunidad, sus supuestos delitos, el uso de niños como testigos, sus “espíritus familiares”, la promesa de absolución a cambio de confesión y el hecho de que la desnudaran para comprobar si tenía lo que entonces se llama “teta de bruja”, todos estos ingredientes aparecerían de nuevo un siglo más tarde en los procesos contra las brujas en América del Norte».
Uno de los testimonios que aporta Howe habla de cómo la supuesta bruja hizo que otra mujer se quedara coja como venganza por una deuda que había contraído; y otro asegura que la tal Kemp tenía cuatro espíritus, dos para castigar y matar, y dos para destruir el ganado. Al final, la pobre señora reconocería su brujería, para librarse de la pena de muerte como un siglo después iba a ser frecuente en Salem, pero sería ejecutada sin piedad. Fue tal la dimensión social de este fenómeno, que también tenemos la ocasión de conocer diversos textos de intelectuales de la época que disertan sobre ello, incluyéndose unas páginas del rey Jacobo I, convencido del poder del Diablo a la hora de corromper el alma de ciertas mujeres.
El pueblo inglés, ya en su calidad de colono en tierras norteamericanas, más sensibilizado si cabe ante un territorio salvaje y la necesidad de identificar a aquel que no se integrara en la sociedad, siguió con los procesos contra las brujas, las cuales incidían, dice Howe, en las familias y en los bienes domésticos. Surgen así casos como el de Joan Wright, en Virginia, a la que no se la acusaba de tratar con el Diablo y era persona a la que la gente le preguntaba sobre salud y amor. Sería juzgada pero no condenada por vaticinar la muerte de varios colonos. O como el de Margaret Jones, en un pueblo de Massachusetts en que encontró la muerte tras ser acusada de ofrecer servicios de ocultismo a cambio de dinero, lo que se conocía como “maestras en astucias”. Casos y más casos con testimonios que hoy nos parecen una fábula infantil pero en los que se eliminaron o denigraron a muchas mujeres. Muy en especial, en Salem, un ejemplo único porque “es la idea de una conspiración de brujas, de la existencia de una comunidad paralela y anticristiana dentro de la sociedad cristiana visible, con sus relatos de aquelarre, arraigados en la creencia popular en la magia de los pueblos ingleses”. La consecuencia de tal cosa sería: 150 personas envueltas en aquel proceso judicial, diecinueve ejecuciones. Y una historia macabra y vergonzosa que hoy es reclamo turístico en la ciudad natal de Hawthorne.
Publicado en La Razón, 8-XII-2016