En el año 2004, Joan
F. Mira llevaba a cabo una de sus heroicidades intelectuales, como había hecho
con la traducción al catalán de la “Divina comedia” y haría con la “Odisea”.
Nos referimos a su versión de los Evangelios, hecha con un enfoque literario y
no dogmático, y adaptando los criterios que se aplicarían a los escritos
narrativos de los clásicos griegos, lo cual no hacía que se alejara de la
fidelidad al texto; muy al contrario, su intención era profundizar en el
lenguaje original griego y lograr una expresividad natural y próxima para el
ciudadano de entonces y el de ahora. Mira ponía algunos ejemplos de cómo se
diferenciaban palabras o frases del texto primigenio y aquellas que ya estaban
marcadas por un contenido teológico y litúrgico. Un primer y apasionante
problema a la hora de interpretar un conjunto de narraciones que, “desde el
mismo momento de su redacción, hasta nuestros días, ha tenido un peso, una
difusión, una influencia y una penetración cultural y social como ningún otro
libro imaginable de ninguna lengua o literatura europea”.
Algo similar también
se preguntó Tom Bissell cuando, tras una niñez y adolescencia educado en el
catolicismo de manera muy activa, leyó un libro que al fin y a la postre le
empujaría a ir abandonando la fe, dándose cuenta de “toda clase de dificultades
textuales y de traducción, que en muchos casos no sólo no se resolvían, sino
que se agravaban a medida que nuevos manuscritos y hallazgos iban saliendo a la
luz a lo largo de la historia”. Resultado de tal interés y diez años de trabajo
es este formidable “Apóstoles” (traducción de Juanjo Estrella), que refleja
cómo la sensación del autor al respecto de que una verdadera comprensión de
Dios a través de las escrituras le resultaba de repente una tarea inabarcable
se tradujo no en mero rechazo o incertidumbre, sino en una investigación
desarrollada con libros y viajes a nueve países y más de cincuenta iglesias;
todo para “conocer los supuestos sepulcros y lugares de reposo eterno de esos
doce apósteles”.
El enigma de Judas
Pero quiénes eran
tales apóstoles. Ni siquiera clarificar ello es tarea fácil, dado que en el
Nuevo Testamento no hay un acuerdo unánime, sino pequeñas variaciones: Marcos
enumera una docena; la lista de Mateo es parecida; Lucas sigue en esa línea
pero añade a Judas de Jacobo y no incluye a Tadeo; Juan no ofrece una relación
de doce seguidores, y “considera como perteneciente al círculo íntimo de Jesús
a un tal “Natanael de Caná”, que no aparece en ningún otro lugar del Nuevo
Testamento”. Es más, Bissell añade que un texto que probablemente sea del siglo
II y que fue descubierto a finales del XIX aporta una lista de once,
influenciado por Juan. “Esas incongruencias socavan y a la vez avalan el
fundamento histórico de los doce”, pues según otro estudioso citado por el
autor, “la fluctuación de los nombres revela que no todos eran recordados con
precisión a medida que pasaba el tiempo”. De hecho, en el Nuevo Testamento la
expresión “doce apósteles” sólo sale una vez, en Mateo 10.2.
Sea como fuere,
Bissell se pregunta si los doce apóstoles (que significa “el que es enviado”)
eran viajeros o predicadores que en efecto eran conscientes de la relevancia de
su fe en el mundo, o en realidad se trataba de judíos que andaban por Galilea y
Judea. Por su parte, “los padres de la Iglesia, en su mayoría, intentaron
mantener la diferenciación entre los setenta discípulos y los doce apósteles,
esfuerzo que generó gran confusión”. Y es que se habló de esos sesenta a partir
de un pasaje de Lucas 10, escogidos por Jesús para difundir su palabra. En un
ámbito, además, en que el concepto de autoría en unos textos que no se firmaron
es ambiguo e inspira muy diferentes interpretaciones, en el que la historia y
la leyenda a veces son indistinguibles. Como en el caso más polémico y
enigmático, el de Judas Iscariote, con el que empieza el libro.
El ejecutor del beso
más famoso de la historia es citado veintidós veces en el Nuevo Testamento,
sobre todo en el evangelio de San Juan. El autor se adentra en el misterio de
su traición, lo cual se ve limitado por la escasez de las fuentes, para lo cual
cita a analistas tan particulares como De Quincey, el opiómano que escribió que
Judas hizo lo que hizo para salvar a Israel. Pero “Apóstoles” no es sólo un
ensayo sobre el cristianismo, sino también una obra de aventura viajera.
Aparece Bissell en terrenos peligrosos, enfermando, dialogando con gentes que
le facilitan o complican sus pasos. Ya sea en el Jerusalén palestino con motivo
de Judas, o en Roma siguiendo las huellas de Bartolomé, Pedro o Pablo, las de
Andrés por Grecia, las de Juan en Turquía, o recorriendo los ochocientos
kilómetros del Camino de Santiago junto a un amigo, Bissell se muestra como un
cronista experto en desgranar la infinita riqueza del cristianismo “in situ”,
alcanzando incluso la India para estudiar a Tomás o a Kirguistán para buscar
las reliquias de Mateo.
Publicado
en La Razón, 22-XII-2016