El ensayo, la biografía, el paisajismo cultural o histórico cada vez busca nuevas vías expresivas, convirtiendo el yo que ensaya o pinta tal paisaje en parte fundamental del libro, de tal modo que la simpatía e identificación del lector se refuerce con el contenido de alguien que se muestra próximo. Es el caso de estas “Huellas” (traducción de Guillem Usandizaga) que, divididas en cuatro secciones que relacionan un viaje personal con el insigne antecedente que lo inspiró, son un tránsito detallado de los caminos que tomaron diversos escritores por Europa y las motivaciones y decisiones que los acompañaron.
Para empezar, en “1964.
Viajes”, Holmes se propone hacer el viaje que en su día realizara Robert Louis
Stevenson, en 1878, a los veintisiete años, con la compañía de una burra por
Francia: “Junto a ella pretendía cruzar una de las regiones más elevadas y
agrestes de Francia”, cuenta el Holmes aventurero que quiso imitar al autor de
“La isla del tesoro” con la máxima exactitud para entender mejor qué le llevó a
semejante excursión: “Stevenson pretendía ir solo y ser autosuficiente y cargó
la burra con un enorme saco de dormir diseñado por él mismo”. Así, el biógrafo,
en aquel tiempo también un joven soñador que aún buscaba su propio camino
profesional, haría de ese viaje paralelo una forma de llegar al alma de su
biografiado, entendiendo que la experiencia de Stevenson fue en cierto modo, a
tenor de su maltrecha salud, no solamente una prueba física, el reto de poder
sobrevivir solo, sino también un episodio metafísico: “Stevenson hacía una
peregrinación a los recovecos de su propio corazón. Se preguntaba qué tipo de
hombre debía ser, qué patrón de vida debía seguir”.
Este es sin duda el
elemento más interesante de “Huellas”, la determinación de Holmes por ahondar
en lo que despertó el ansia de soledad, introspección o curiosidad viajera del
autor admirado. Y realmente consigue que sintamos el deseo, la duda, el temor
incluso a lo que el destino deparó, en este caso, al Stevenson que intenta
desligarse de la influencia de sus padres, le abordan grandes dudas religiosas
y no sabe si decantarse por una existencia creativa y solitaria o comprometerse
con alguien. Y ahí vienen unas de las páginas más relevantes y novedosas de las
páginas dedicadas al narrador escocés: la vida de la que iba a ser su mujer,
Fanny, a la que había conocido en Francia y con la que se reuniría en Estados
Unidos para compartir el resto de sus días.
Revolución en dos tiempos
Esta etapa de Stevenson
por las Cevenas francesas será una especie de rito de iniciación, en palabras
de Holmes. Y algo similar ocurre en “1968. Revoluciones”, cuando el autor
presencia los disturbios de aquel año en París, lo que le evoca “la primera
revolución francesa tal como la vieron los románticos ingleses unos ciento
ochenta años antes”. De nuevo solapando los tiempos, aquel espíritu es el de
los años sesenta del siglo XX por ser otra “explosión de idealismo”, aderezado
por música, sexo y estados alucinógenos, que se basaba “en un rechazo
profundamente romántico de la sociedad convencional, el viejo orden”. Holmes,
de hecho, va más allá en su comparación: «Muchos de los eslóganes y conceptos
de los 60, incluida la misma idea de “revolución” como acto aparatoso de
autoafirmación se inspiraron o reafirmaron» en esos autores clásicos de la
primera modernidad. De ahí que surjan el Coleridge y el Southey proclives a las
comunas, el Blake visionario y rebelde, el Shelley del amor libre y la resistencia
pasiva o el De Quincey aficionado a las drogas.
Destaca entre todo ello
el singular sendero vital de Wordsworth, que recorrió Francia a pie, tuvo un
hijo con su profesora de francés y se hizo muy amigo de un simpatizante de la
causa revolucionaria. El dilema que acució entonces al autor de “El preludio”,
quedarse en Francia o huir a Inglaterra, hace que Holmes se sienta identificado
con los problemas de su propia generación. Más adelante, en “1972. Exilios”,
contará otra extraordinaria andadura, la de la feminista Mary Wollstonecraft, que
en 1792 es una mujer increíble: con treinta y tres años vive de su pluma, es
soltera e independiente, ha publicado cuatro libros y va sola a París, donde se
quedará dos años y será feliz con su pareja. Holmes ve en ella el ejemplo de
cómo interiorizar la revolución en su propia biografía, lanzando vasos
comunicantes entre la escritura, el momento social que se vive y la mirada
interior de cada artista. Por ello, el rastreo “in situ” es imprescindible.
Sigue así las huellas
de Shelley en Italia, ampliando su investigación viajando al Distrito de los
Lagos, Gales, Escocia, Irlanda, Francia, Suiza. En un momento realmente curioso
para él: “Marco mi debut como biógrafo profesional el día en que el banco me
devolvió un talón porque sin darme cuenta lo había fechado en 1772”. Hasta tal
punto llegó su obsesión por el poeta de Sussex, que le dedicaría una biografía
de ochocientas páginas. Y un ánimo igualmente obsesivo le conducirá a averiguar
la fuente de la leyenda que se atribuye a Nerval, quien llevaba una langosta
atada a una cuerda por las calles de París. En busca de las huellas de su
extraño suicidio, Holmes se mete en todo “un laberinto de fantasía y memoria en
el que el biógrafo puede quedar atrapado”. Lo cual puede ser una perfecta definición
del género de la biografía, que este autor londinense borda como pocos en la
actualidad.
Publicado
en La Razón, 5-I-2017