Damien Hirst, el artista mejor
pagado del mundo, conocido por trasladar a su obra animales muertos, como en su
célebre tiburón tigre metido en una vitrina con formol, que se vendió por 10
millones de dólares en el 2004, dijo una vez: «El arte trata de la vida, el mercado
del arte trata de dinero». Esa mirada cáustica de la vida, materializada de
forma extravagante, y su rédito económico, la volcó en parte Michel Houellebecq
en su novela del año 2011 “El mapa y el territorio”, donde ahondaba en
cómo el tema para el arte es la vida, pero también en cómo el mercado del arte
convierte el talento de un artista en un producto financiero. A J. F. Marte,
para esta “Vindicación del arte en la era del artificio” (traducción de
Fernando Almansa), tan llena de referencias literarias clásicas antiguas y
modernas, le hubiera servido sin duda esta mirada contemporánea, cínica y con
un poso de verdad muy asentado, para este primer libro suyo, muy sugerente
aunque algo disperso por cuanto quiere abarcar mucho y a menudo con un estilo que
raya lo retórico y filosófico, y que intenta “explorar la naturaleza del arte
en el momento histórico actual”.
Para tal propósito, Martel recurre
tanto al cine –él mismo se mueve en el entorno audiovisual–, con un ejemplo
paradigmático para él, “2001: Una odisea del espacio” (1968), de Stanley
Kubrick, como a la música, con el caso de un álbum de la banda de rock Wilco,
que en una extraña vuelta de tuerca consigue relacionar con los atentados del
11-S a partir de su portada y su fecha de lanzamiento. Todo en pos de lograr
encontrar los intersticios en los que es posible ver en las obras artísticas de
todo tipo una suerte de oráculo. Profetas literarios como Kafka o Dostoievski,
pictóricos como Francis Bacon o cinematográficos como David Cronenberg estarían
en esta línea de profetizar “desde el interior este ethos emergente de control,
vislumbrando la descomposición de la persona a medida que la dicotomía
hombre-máquina desaparece y los seres humanos convergen en sus propios
apéndices tecnológicos”.
El inicio del alma humana
La idea esencial es que esta fuerza
profética del arte nos conecta con lo real. Martel acude a las pinturas
paleolíticas para referirse al arte que se muestra en toda su desnudez. Era el
inicio del alma humana moderna, según el autor, esto es, “la capacidad de
pensar en imágenes y a través de imágenes”, que haría que la presencia humana
en la Tierra se distinguiera del resto de seres vivientes por los signos de su
arte, que aspira a alcanzar la verdad como hace la ciencia. Martel se pregunta
por qué el arte nos despierta reacciones tan diferentes (alude para ilustrarlo
a la obra de Mark Rothko) y por qué la inclinación a conmoverse es contemplada
hoy como una debilidad. La insensibilidad y la superficialidad gobiernan el día
a día, de tal modo que “necesitamos resucitar la idea ancestral del arte como
una locura sagrada en la que nos dejamos guiar por fuerzas externas a nosotros
mismos. Sólo así podremos llegar a plasmar lo que nunca hemos visto pero
necesitamos desesperadamente ver”. Sólo así podremos diferenciar el arte
verdadero del falso, que Martel llama “artificio”, y sentir que lo artístico
nos transciende, nos lleva a un estado emocional superior que se aleja del arte
meramente informativo, de opinión o juicio. He aquí el quid de la cuestión:
cómo lo artificioso constituye una manera de traicionarnos a nosotros mismos,
sobre todo si caemos en las redes del marketing y la publicidad para sus fines
consumistas.
Publicado en La Razón, 23-II-2017