Apunta
Derek Walcott en uno de sus ensayos que «las biografías de poetas difícilmente
son creíbles. No bien se publican se convierten en ficción, están sujetas a la
misma simetría de trama, incidente y diálogo que la novela». Ahora que le he
llegado su muerte tras una larga enfermedad, en su casa de la isla británica de Santa
Lucía (en las Antillas Menores), en Castries, la ciudad en la que había nacido
hace ochenta y siete años, es el momento de biografiarlo desde esos tres
elementos. La “trama” de su vida cuenta que estudió Literatura en la
Universidad de las Indias Occidentales en Jamaica; que en 1953 se
trasladó a Trinidad y Tobago para involucrarse en proyectos teatrales, y así,
dirigiría hasta 1976 el Taller de Teatro de Trinidad; y que en 1981 empezó
su andadura estadounidense como profesor en la Universidad de Harvard.
Sólo hablar de su
origen ya sería un tema fecundo, pues el hecho de ser descendiente de africanos
hizo que él mismo reflexionara en estos términos: «Habitantes de las colonias,
partimos de esta debilidad palúdica». Es una frase esta que cifra la vivencia
de todos los antillanos y de su mestizaje, de las islas colonizadas del Caribe
por parte de los europeos, asoladas por la invasión y sus consecuencias: el
deterioro humano y económico que arrastra un pueblo desde el tiempo remoto en
que se inició su esclavitud. Es, por otra parte, la expresión que sin duda
confirmaría otro «compatriota» nacido en la francesa Guadalupe y diplomático
exiliado en Estados Unidos, otro premio Nobel como lo fue Walcott, pero en 1960,
Saint-John Perse, que no en vano en unos versos reclamaba al poeta declinar su
nombre, su nacimiento y su raza. Y, finalmente, se trataría de algo que también
podría firmar el tercer antillano galardonado por la academia sueca, V. S.
Naipaul, nacido en Trinidad, descendiente de indios y residente en Inglaterra,
es decir, otro escritor nómada, sin raíces –excepto las africanas que defendió
para sí Walcott– e incómodo en su entorno político, incapaz de identificarse
con un lugar determinado.
Nobel por su poesía
Su
creatividad mestiza (también reflejada en su obra plástica) hizo de él un
escritor capaz de partir de la poesía homérica para hacer su propio poema, la
obra por la que será recordado, "Omeros", del año 1990, en el que trasplantaba la riqueza del verso
antiguo a la modernidad; de este modo, el libro comenzaba como la Ilíada, pero
ambientada en una isla antillana en la que la mujer deseada, en vez de una
princesa, es una criada negra a la que quieren conquistar diversos pescadores.
Obras como esta hicieron afirmar a otro premio Nobel como Joseph Brodsky que no
había ningún poeta contemporáneo de tanta riqueza verbal como Walcott. Éste
recibiría numerosos reconocimientos, pero por supuesto el más importante es el
que le concedieron desde la Academia Sueca en 1992. Ese es su “incidente” más importante, el que populariza su voz, su estilo
que muchos han relacionado con el realismo mágico, y hace llegar a un público
mucho más numeroso sus otros libros poéticos, como “Another
Life” (1973), “The Star-Apple Kingdom” (1979) o “El testamento de Arkansas”
(1987).
Para
un lector no familiarizado con la poesía de Walcott, cabría hacer mención del
libro “Garcetas blancas”, que la editorial Bartleby publicó en el año 2010,
pues en él se encuentran, según su traductor, Luis Ingelmo, “las obsesiones que han perseguido a Derek Walcott
desde su juventud: la influencia que la pintura tiene en la lírica, las
constantes referencias a la naturaleza, al pasado colonial de su tierra, Santa
Lucía, y a la situación insular de esta, así como el multilingüismo antillano”,
y también, “el nomadismo del poeta por varias latitudes americanas y europeas y
su preocupación por la progresiva conversión del ya perdido paraíso caribeño en
un parque temático o en centros vacacionales”. Preocupaciones que si bien se
asoman en sus versos, quedan más explícitas en los otros géneros que practicó
con éxito, el teatro y el ensayo.
Dramaturgo y ensayista
El
“diálogo” no puede ser otro que el que remita a sus más de veinte obras
teatrales, pero también al diálogo que mantiene con otros autores en los que se
interesó, como Robert Lowell, Robert
Frost, Ted Hughes o Ernest Hemingway. Él mismo
había reflexionado mucho sobre la actividad interpretativa, como en un ensayo perteneciente
a «La voz del crepúsculo»: «No hay más historia que la historia de la emoción»,
advirtiendo acerca de la necesidad de que se fundan los orígenes propios de la
literatura con los de la interpretación: «El actor debe romper su cuerpo y
alimentarlo con la actitud meditabunda del narrador ancestral que alimentaba el
fuego con ramas». En el citado libro, Walcott nos acerca a la cultura
del Caribe, a sus peculiaridades, a sus paradojas; para él el Caribe es blanco
y negro a la vez, tierra de conquistadores y esclavos, lo viejo y lo nuevo en
un mismo espacio, una parte del cual queda ahora vacío tras su desaparición.
Publicado en La Razón, 18-III-2017