La
vida de Italo Svevo estuvo marcada por un lector que descubrió el mérito de su
literatura y le aportó la necesaria confianza para seguir escribiendo: nada
menos que James Joyce. Hasta 1905, el año en que se conocieron en Trieste,
donde el irlandés trabajaba como profesor de lengua inglesa, Svevo había
publicado dos novelas: «Una vita» (1892), la historia de un joven pueblerino
cuyo traslado a la ciudad acaba en suicidio, y «Senectud» (1898), que nos habla
de los celos que sufre el protagonista al ver cómo su amada, a la que en
principio sólo quiere para divertirse frívolamente, es blanco de otros hombres
que sí la desean por entero.
La desilusión que sentía ante la
indiferencia que provocaron sus escritos iniciales iba a cambiar radicalmente
en esos años: en su ciudad natal no sólo tuvo el honor de ser el primer lector
de «Dublineses», sino que, a partir de su mejor obra, «La conciencia de Zeno»
(1923), el nombre de Svevo sería introducido en Francia e Italia como uno de
los valores más innovadores de la prosa contemporánea. Ello venía motivado por
una manera de narrar muy del gusto de escritores que, como Joyce, pretendían
una más compleja indagación psicológica creando un clima realista en la mente
de sus personajes. Svevo logra este propósito al mostrar los pensamientos contradictorios
de Zeno Cosini, un hombre gris cuyos intentos de dejar de fumar devienen un
somero análisis de cada una de sus acciones, presentando de este modo los
rasgos más trágicos del vivir mientras se libra de su adicción. Como Zeno, los
protagonistas de Svevo siempre son tipos infelices, pasivos y mediocres, que
evitan su realidad soñando existencias que no les comprometan demasiado aunque
acaben por hacerles incompletos.
Lo
sabe a la perfección el londinense de origen italiano que publica en francés Maurizio
Serra, como lo demuestra esta modélica biografía, “La antivida de Italo Svevo”
(edición y traducción de Ester Quirós), que a la vez cuenta con un prólogo de
un colega –en el ámbito diplomático– como Jorge Edwards, quien no duda en
afirmar que ciertas páginas de “La conciencia de Zeno” son de las mejores del
siglo XX. Y ciertamente, no fue hasta esa obra cuando la literatura de Ettore
Schmitz (su verdadero nombre; Trieste, 1861-Motta di Livenza, Treviso, 1928)
consiguió la merecida difusión, gracias en parte a lectores como Valery Larbaud
y Eugenio Montale, que se hicieron eco por fin de la calidad de su prosa, hasta
tal punto que la historia lo incluye en la nómina de narradores que marcaron un
punto de inflexión en el género, como en la misma época Kafka, Proust o Musil.
Trieste y el vicio del tabaco
Serra
se sumerge en la capital del Adriático, una “ciudad multiétnica” y
“multirreligiosa”, y en el ambiente burgués y de raíces judías que vivió Svevo,
en sus inicios como reseñista teatral y en medio de una vida tan agradable como
gris, cuando a los treinta años es un oficinista discreto que tenía una
considerable vida social. ¿Y entonces por qué antivida? El biógrafo habla de
que “se esconde, como si fuera una filigrana, en su obra esquiva, sinuosa,
breve”; de que incluso tiene “la voluntad de confundirnos”. Primero, con su
seudónimo, que enfatiza un nombre nacional y un apellido que evoca sus
ascendentes eslavos. Una vida monótona, sin compromiso político y religioso,
hasta cautelosa cuando la corriente fascista alcance el poder. «Su único vicio
conocido, el tabaquismo, lo atará al “último cigarrillo” hasta su lecho de
muerte, en medio de una voluptuosa espiral de sentimientos de culpa».
De hecho, el primer
capítulo de las peripecias de Zeno se titula «El tabaco»; en él, el
protagonista le habla al médico de su problema, y éste le recomienda que
escriba. Pero la estrategia empleada será la contraria: «En realidad, creo que
del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en aquella tumbona.
No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que
tengo en la mano». Ese es el tono introspectivo, irónico, que va a desarrollar
un autor que “tenía necesidad de encerrarse en sí mismo, como la tiene todo
verdadero creador”, a ojos de Serra. También se encerraría en su vida
matrimonial junto a su mujer Livia, con la que vivirá treinta años y compartirá
cierto trato paternalista hacia Joyce, para quien en efecto Svevo también sería
una suerte de sustituto de su verdadero y problemático padre.
El capítulo sobre esta
pareja de amigos –aparte del consagrado a las teorías de Freud que tanto
inspiraron a Svevo– es a mi juicio el más estimulante. El autor de “Ulises”
encontró en Svevo un lector cómplice, y los manuscritos de éste acabaron
gracias a aquél en manos de intelectuales de la talla de T. S Eliot. Fue, dice
Serra, el encuentro “entre dos marginados de lujo”, procedentes de mundos en
principio incompatibles: “La oscuridad que rodeaba sus sueños de gloria los
reforzaba en la lucha común contra los incrédulos y filisteos”. Svevo, tantas
veces rechazado al comienzo por los editores, consolaría al Joyce al que
rechazaban las editoriales anglosajonas. Y aquel consuelo mutuo se transformaría
en justo e inmortal prestigio literario para ambos.
Publicado en La Razón,
6-IV-2017