En el año 2005, Adam Zagajewski –nacido en la polaca de Lvov (hoy en Ucrania) en un año terrible y esperanzador a partes iguales, 1945–, aterrizaba con fuerza en nuestro idioma gracias a la traducción de dos de sus principales libros, el poemario “Deseo” y los ensayos “En defensa del fervor”. A ese momento remite «Dos ciudades» (1995), el relato autobiográfico de su infancia y adolescencia desde que abandonara Lvov a los cuatro meses de vida, tras incorporarse la ciudad a la URSS. Será al inicio de sus estudios universitarios, cuando su destino literario empiece a asomarse, en paralelo a las preocupaciones políticas, pero sin victimismos sino con una independencia de auténtico poeta, pues como también dice, a los dieciocho años «no sentía ni envidia ni rechazo ni ira proletaria».
Y es cierto, no hay venganza ni morbosidad ni sensiblería en su obra pese a sufrir el totalitarismo comunista. Eso honra a Zagajewski, que funde lo político y lo literario en prosas que parecen fábulas en ese libro ensayístico misceláneo, que está lejos de la profundidad de «En defensa del fervor», cuyo campo de análisis es la contradicción en el campo poético. Su vida, por supuesto, estará en sus poemas, como en «De la memoria», donde aparece la calle de su infancia, su hermano mayor, el estudio donde «lentamente / escribo, como si tuviera que vivir doscientos / años. Busco imágenes inexistentes», es decir, trascendencias tras las palabras, tras la afición a nadar, tras el recuerdo de su tiempo como profesor en París y Houston.
Fue en 1982 cuando se vio obligado a exiliarse e instalarse en la capital francesa y luego en los Estados Unidos, donde también ejerció en la Universidad de Chicago. Zagajewski se había graduado en Psicología y Filosofía por la Universidad Jaguelónica de Cracovia e iba a destacar pronto, aparte de por sus poemas, por su voz ensayística, como en “Solidaridad y soledad”, según sus palabras, “un libro escrito en los primeros años de mi época parisina” en el que “mi búsqueda adoptó la forma de una apología de algo que definí a la antigua usanza como vida espiritual, individualidad, soledad y poesía». En pos de esos asuntos, Zagajewski desarrollará un estilo a menudo prosaico de, de línea clara, que se ensimisma con las pequeñas cosas del día a día, deudor de sus admirados Machado y Vallejo, colocándose entre la melancolía suave del sevillano y la lírica tristeza del peruano.
Publicado en La
Razón, 9-VI-2017